Era un adolescente con todos los dones. Los ecos de los elogios del mundo llegaban constantes a sus oídos. Pero Dios lo quería para sí.
Redacción (27/02/2024, Gaudium Press) Era el 22 de agosto de 1856, octava de la Asunción de la Virgen.
Un cuadro de la Madre de Dios, conocido como la Madonna del Duomo (Virgen de la Catedral) o la Sacra Icona (Sagrada Imagen), era retirado de su relicario para ser llevado por las calles, en procesión.
Entre la multitud de los fieles, había un joven de porte distinguido y jovial. Cuando el chico ve la imagen, oye la voz en su interior: “Francisco, ¿qué estás haciendo en el mundo? Tú no estás hecho para el mundo. Sigue tu vocación”. Eso lo decidió, fue el estopín de una carrera que terminó en el cielo, de uno de los grandes santos del siglo XIX: San Gabriel de la Virgen Dolorosa, conocido como “el santo de los jóvenes, de los milagros y de la sonrisa”.
Vivaz, amable y lleno de afecto
Nació el 1 de marzo de 1838 en Asís y fue bautizado ese mismo día con el nombre de Francisco, en honor al Poverello de Asís; era el undécimo hijo de una familia de trece hermanos.
Su padre, el abogado Sante Possenti, ejercía en aquel tiempo el cargo de alcalde. Su madre, Angese Frisciotti, pertenecía a una familia de noble ascendencia, y murió cuando el muchacho tenía tan sólo cuatro años. Su temperamento era indómito y tendiente a la ira, cuando era contrariado sus ojos oscuros brillaban, golpeaba el suelo con sus pies de forma enérgica.
Tenía tres años de edad, su familia se mudó a Spoleto, donde transcurrieron su infancia y adolescencia. Carácter vivaz, lleno de afecto, amable, de palabra fácil y repleta de gracia, voz sonora y mirada penetrante, su director espiritual decía de él: “Reunía tantos dotes que difícilmente podíamos encontrarlos en una sola persona. Era verdaderamente bello de alma y de cuerpo”.
Como la caza era su distracción favorita de adolescencia, recibió al año, como regalo de Navidad, una bonita escopeta… que no dejaría de ocasionarle sobresaltos y preocupaciones a su progenitor.
A los 13 años empezó a ir al colegio de los jesuitas, donde destacaba sobre todos sus compañeros. “Era el preferido para declamar en las veladas académicas. […] Todos le quieren, todo le sonríe, todo resulta a medida de sus deseos… Su mayor gusto era lucirse en los saraos, veladas y teatros”.
El baile también constituía un gran motivo de atracción para él. Bailaba con tal habilidad que se hizo conocido con el apodo de il ballerino, y como tal animaba los salones más cotizados de la ciudad.
Un cilicio bajo las elegantes ropas
Sin embargo, el joven Francisco profesaba en su interior una fe pura y sincera. “No se acercaba nunca a los Sacramentos sin mostrar los sentimientos de fe y de religioso respeto de los cuales estaba lleno”, declaró uno de sus más íntimos amigos de esa época. “¡Cuántas veces no le he visto con las manos juntas, los ojos húmedos por las lágrimas y como sumido en profundos pensamientos!”. Sobre todo, nadie podía imaginarse que aquel joven aplaudido y aprobado por todos llevaba, bajo sus elegantes y lujosas ropas, un rudo cilicio de cuero claveteado con agudas puntas de hierro. En el vaivén superficial de los acontecimientos, el anhelo de seguir algún día el camino de la vida religiosa comenzaba a despuntar en su alma. Le faltaban aún algunos lances decisivos para dar el último adiós al mundo.
Ardua renuncia, hecha con alegría
Después de morir su madre, su hermana mayor, María Luisa, fue para él uno de sus principales apoyos. Era muy hermosa y encontrándose ella en la flor de la vida irrumpió en Spoleto una asoladora epidemia de cólera, de la que fue la primera víctima… La muerte de la joven, ocurrida en el año 1855, causó en Francisco el impacto de un rayo.
De eso se sirvió la Providencia para abrirle los ojos sobre su vocación. Poco después de su fallecimiento, le expuso a su padre la resolución de ingresar en un convento.
Sin embargo, éste recusó su autorización, temiendo que tal deseo fuera el fruto efímero de un momento de dolor. Recelo, en apariencia, confirmado con el transcurrir del tiempo, pues las atracciones del mundo empezaron a ahogar de nuevo aquel anhelo interior… “¿Podía yo -escribía a uno de sus amigos- disfrutar de más placeres y diversiones? ¿Y qué queda ahora de ello? Nada más que penas, temores y turbaciones”.
En esta situación fue cuando vino a darse el crucial encuentro con la Sacra Icona, gracias a la cual el obstinado joven decidió abrazar para siempre la vida religiosa.
Pocos días después de este episodio, el 5 de septiembre, la más selecta sociedad de Spoleto se reunía en el salón de actos del Liceo de los jesuitas para asistir a la distribución de los premios de fin de curso. Como presidente de la Academia Literaria, Francisco ocupaba en el salón un lugar destacado.
Cuando llegó la hora de subir al escenario, los presentes prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo al ver a un adolescente de dieciocho años presentarse con tanta elegancia y distinción. “Aquel timbre de voz, aquella sonoridad, aquella vocalización y, sobre todo, aquella gracia de expresión y de gesto, electrizaba y sacudía los corazones más apáticos”. Concluido el discurso, todos deseaban felicitarle, aclamarle, saludarle, y él respondía con su habitual sonrisa.
La decisión, no obstante, ya estaba tomada. Al día siguiente, partiría para un cambio de vida definitivo. Con tan sólo 18 años cambió un brillante porvenir por una vida de renuncia y recogimiento. Es verdad que daba un paso arduo, pero con el corazón inundado de alegría.
Pasionista para siempre
A la mañana siguiente, Francisco salió contento de Spoleto camino a Loreto, donde estuvo algunos días estrechando lazos de amor y devoción a María Santísima, en el célebre santuario de la Casa de la Virgen.
De allí se dirigió a Morrovalle para comenzar el noviciado pasionista.
El cambio de nombre a Gabriel de la Virgen Dolorosa marcó la muerte de la vida pasada y el inicio de la caminata en las vías de la perfección.
No pensemos que la adaptación a la austera vida religiosa fue fácil para aquel joven de vida acomodada. Acostumbrado a la buena comida, “los toscos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza insistía en comer, hasta que los superiores, compadecidos, le permitieron temporalmente algún alivio”. Lo mismo pasaba con otros aspectos de observancia de la disciplina, pero él hacía hincapié en cumplir eximiamente los horarios y obligaciones del noviciado, por mucho esfuerzo que eso le supusiera, dada su delicada complexión.
Amor a la Pasión de Cristo y a María Santísima
Durante su vida de religioso, sobresalía en él, sin duda, un arraigado amor a la Pasión del Señor. Sentía mucha veneración por los sufrimientos de Jesús, amaba contemplar el crucifijo “lo apretaba cariñosamente; cuando dormía, lo colocaba sobre su pecho; cuando estudiaba, lo ponía junto al libro, y de vez en cuando lo miraba y lo besaba con tanto afecto y fervor, que el metal de que estaba hecha la imagen se fue gastando hasta quedar borradas todas las facciones”.
A esta devoción característica de la congregación en la que había ingresado, no obstante, se unía un amor “entusiasta, ingenioso, encendido a la Santísima Virgen”. Su famoso Credo di Maria nos revela el encanto de esta alma apasionada por la Madre de Dios: “Creo, ¡oh María!, […] que sois la Madre de todos los hombres. […] Creo que no hay otro nombre, fuera del de Jesús, tan rebosante de gracia, esperanza y suavidad para los que lo invocan. […] Creo que los que se apoyan en Vos no caerán en pecado, y que los que os honran, alcanzarán la vida eterna. […] Creo que vuestra belleza ahuyentaba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos castos”.
Corta existencia, marcada por actos heroicos
Su corta existencia estuvo marcada de actos admirables, pues todo buscaba practicarlo con espíritu de entera elevación y sublimidad: “Nuestra perfección no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer bien lo ordinario”, acostumbra a decir.
Después de un año y medio de noviciado, en febrero de 1858 Gabriel inició sus estudios para el sacerdocio, pasando a residir finalmente en el convento de Isola del Gran Sasso, donde vendría a fallecer.
El 25 de mayo de 1861, recibió las órdenes menores en la catedral de Penne. Sin embargo, por los misteriosos designios de la Providencia, no llegaría a hacerse presbítero.
Al final de ese mismo año enfermó de tuberculosis. La fatal dolencia le sirvió para escalar con más rapidez los pináculos de la santidad. Dios dispuso que fuese siendo consumido por la enfermedad poco a poco, para aumentarle los méritos y dar a los demás la oportunidad de edificarse con su ejemplo.
En el lecho de muerte le quedaba aún por enfrentar el peor drama de su vida: los últimos asaltos del demonio y la terrible probación de la “noche oscura del alma”. No obstante, también de esta última prueba salió vencedor. El sacerdote que le asistía en la hora suprema le oyó repetir tres veces, en cortos intervalos de tiempo, esta frase de San Bernardo, por la que reconocía ante Dios su propia flaqueza: “Vulnera tua, merita mea. ¡Mis méritos son tus llagas, oh Señor!”.
La mañana del 27 de febrero de 1862, con el corazón desbordante de alegría, las manos cruzadas sobre el pecho, apretando el crucifijo y la imagen de la Virgen Dolorosa, Gabriel sonrió por última vez, extasiado, al contemplar con los ojos del alma a Aquella a quien había servido en la Tierra con tanta dulzura. El “santo de la sonrisa” tenía tan sólo 24 años de edad.
(Basado en artículo de la Hermana Lucía Ordoñez Cebolla, EP)
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Bibliografía
SALVOLDI, Valentino. San Gabriele dell’Addolorata. Gorle: Velar, 2007, p. 22.
ARTICOLI COLLEGATI. La vita. En: Sito web di Santuario San Gabriele dell’Addolorata, op. cit.
SAN GABRIEL DE LA VIRGEN DOLOROSA. Carta a su padre, 15/11/1857, apud FUENTE, CP, Valentín. San Gabriel de la Dolorosa. Madrid: El Pasionario, 1973, p. 31.
BERNARD, CP, R. P. Vie du Bienheureux Gabriel de l’Addolorata. 4ª ed. París: Mignard, 1913, p. 32.
ARDERIU, José. Modelos de santidad. San Gabriel de la Dolorosa. 4ª ed. Barcelona: Balmes, 1960, v. II, pp. 114-115.
ECHEVERRÍA, Lamberto de. San Gabriel de la Dolorosa. En: ECHEVERRÍA, Lamberto de, LLORCA, Bernardino, REPETTO BETES, José Luis. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003, v. II, p. 575.
ARTICOLI COLLEGATI, La vita, op. cit.
SAN JUAN DE LA CRUZ. Noche. 1, 8. En: Obras completas. Madrid: Espiritualidad, 1957, p. 524.
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