Somos seres limitados pero con deseos de infinito, de algo o Alguien que nos complete infinitamente.
Redacción (07/03/2024 17:51, Gaudium Press) Aún es conocida la frase del gran San Agustín, de que cumple “Amar a Dios hasta el desprecio de sí mismo, so pena de terminar amándose uno mismo hasta el desprecio de Dios”: es decir, solo hay dos ciudades, la de Dios, donde los hombres aman a Dios y lo glorifican, o la del demonio, donde los hombres desprecian a Dios por amarse a sí mismos hasta la locura y terminan volviéndose esclavos de Satanás.
Sin embargo, en una de sus memorables reuniones por vuelta de los años 50 del siglo pasado, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira —quien por lo demás repetía mucho la anterior sentencia del gran doctor de la gracia— profundizaba en la relación que debe haber entre un correcto amor de sí mismo y el requerido amor de Dios, y mostraba su intrincamiento, cómo eran dos peldaños de un mismo y necesario proceso ascensional, rumbo a la Eternidad feliz.
Expresaba él como premisa que el amor de sí mismo era un acto necesario desde el momento en que se posee el ser. “Dios no sólo da las formas a las cosas, más también las conserva en el ser, y las aplica a obrar, y es fin de todas las acciones”, dice Santo Tomás (S Th I, q. 105, a. 5, ad 3.28). Desde que el hombre cae en cuenta de que existe e incluso antes, él busca mantener su existencia, se ama, cuida de sus enfermedades, procura alimentarse, etc. Que el hombre no se amase y desease conservar su ser sería algo así como una planta que se negase a tomar los nutrientes de la tierra, o un ángel que quisiese su aniquilación.
Es claro, pues, que no es malo que el hombre se ame a sí mismo.
El problema, claro, viene cuando ese amor se extravía y lo lleva al olvido de Dios, cuando el hombre se encierra en el egoísmo de sus intereses individuales, como una tortuga que quisiese vivir siempre metida en su caparazón, como un armadillo siempre enroscado bajo su dura piel, como un girasol que prefiriese meterse permanentemente bajo tierra y no trascendiese hacia su sol.
Es cierto que el buen amor de sí mismo debe hacer que nos abramos al amor de Dios.
Porque, como decía el Dr. Plinio, somos seres limitados pero con deseos de infinito, de algo o Alguien que nos complete infinitamente, lo que solo puede hacer Dios. Somos como una fotografía de alguien que quiere unirse a su modelo original del cual ella es reflejo. Somos “yo”, sí, somos “ego” pero que buscan unirse a su “Arqui-Yo-Mismo” que es su Creador; somos individuos, sí, pero también “pedacitos” que buscan completarse en la unión a su “Absoluto”, y nuestra sed de infinito solo se saciará cuando consigamos esto.
En el camino de la vida podemos tener la ilusión, soplada también por el Maligno, de que podemos hallar ese Absoluto-complemento sea en el orgullo, o en una sensualidad desbocada o tal vez en la sensualidad ‘mitigada’ de una ilusión romántica, del deseo de alguien o de muchos que nos adoren como si fuéramos… dios. Se buscará en la satisfacción de los placeres sensibles ese falso absoluto que nos sacie, o tal vez se quiera apagar nuestra sed buscando que los semejantes nos adoren. La mayoría de los hombres caminan por esa vía. Pero tarde o temprano ese oropel se mostrará también mentiroso, limitado, no Infinito sino finito, no satisfaciente, ese ‘dios de humo’ revelará su falsedad, causando una profunda frustración en la existencia.
No obstante, los seres finitos, cuando admirados por amor de Dios, sí portan noticia de ese Absoluto-Infinito y así admirados desinteresadamente, en algo sacian nuestra sed. La mitigan no cuando buscamos en esos seres la satisfacción de nuestro egoísmo orgulloso y sensual, sino cuando buscamos en ellos el ‘mensaje’ de Dios, el aroma de Dios.
Es claro, la admiración que más podría mitigar esa sed es la que se dirige a los seres que más tienen presencia de Dios; primero los santos, porque en ellos, en el decir de San Pablo, ya no viven ellos sino vive Dios. Pero también en cualquier ser que brille una especial cualidad o donde se manifieste una perfección. Incluso en este mundo que en no pocos ambientes se va trasformando en una cueva del terror, existen aún numerosas maravillas, que pueden traer solaz y consuelo a quien las mire como reflejo de Dios. Entre tanto, al final, debemos tener claro que toda cualidad presente en un ser es meramente una ‘huella’ de Dios.
Es claro, incluso más que la admiración de lo bello, sacia nuestra sed de infinito la presencia en nuestras almas de la gracia de Dios, pues la gracia es el propio Dios viviendo en nosotros, es como si nuestra sangre se hubiera transformado en sangre azul divina. Por ello, nuestro deseo de unirnos a ese “Arqui-Yo-Mismo” que es Dios, nos debería tornar fanáticos de los canales de la gracia, de la oración y los sacramentos.
El hombre con gracia sigue teniendo sed de Dios Infinito, pero es como si ya hubiera probado la entrada de la espléndida cena que se le servirá completa en el Cielo. Es como si ya le hubiera dado la primera dentellada al postre perfecto que le será servido en la mesa eternal.
La gracia son los primeros sorbos de esa agua que anunció Cristo, cuando le dijo a la Samaritana que con esa agua que ella sacaba del pozo se “tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”. (Jn 4, 13-14)
Por lo demás, con la gracia, todas las potencialidades de nuestro ser se expanden, y al mismo tiempo que nos vamos transformando en otros Cristos, vamos desarrollando las peculiaridades implícitas en la naturaleza de nuestro ser: ahí sí, es como si el girasol saliese de la Tierra y desabrochase como si fuese un pequeño sol.
La correcta forma de amarse no es engolfarse en el orgullo o la sensualidad, sino sumergirse en la admiración de Dios y en la gracia de Dios, que es la vacuna contra el egoísmo existencial.
Por Saúl Castiblanco
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