sábado, 23 de noviembre de 2024
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“Permaneced en mí”

Usando la imagen de la vid, Jesús quiso dejar en claro la absoluta necesidad de permanecer en Él si queremos ser fructíferos.

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Redacción (29/04/2024 06:44, Gaudium Press)  Moisés se maravilló de la zarza que ardía sin consumirse. Aquellas llamas de inusitada belleza, mantenidas por la acción de un Ángel, lo atrajeron. Movido por una fuerte y sobrenatural curiosidad, se acercó “a contemplar este extraordinario espectáculo” (Ex 3,3) y cuál fue su sorpresa cuando escuchó la voz de Dios desde dentro de las llamas, advirtiéndole que se quitara las sandalias por estar en una “tierra santa” (Ex 3,5).

Ese era el mismo Dios que caminaba cada tarde con Adán en el Paraíso (cf. Gn 3,8) y que, después del pecado original, se hizo menos presente entre los hombres. A partir de entonces, sus manifestaciones casi siempre se produjeron a través de la magnitud de los castigos: inundación, confusión de lenguas, etc. —, lo que infundió en el pueblo un profundo respeto, miedo y admiración.

Esta manera divina de actuar ha sufrido una transformación inimaginable en los más de dos mil años del Nuevo Testamento, desde que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Ese mismo Dios, que sacudió el Sinaí y dio grandes poderes al brazo de Sansón y a la voz de Elías, pudo ser adorado como un bebé en el pesebre, en Belén, y estuvo en brazos de María, José, Simeón y los Magos. Doce años más tarde, aún siendo niño, discutió con los médicos en el Templo, y durante su juventud ayudó a su padre en los trabajos de carpintería. Y, al iniciar su misión pública, estuvo presente en una boda en Caná, realizando allí su primer milagro.

En Jesús, Dios quiso intimar con nosotros. Continuó siendo el mismo Yahvé, pero dándose diferentes títulos: “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10,11), “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12), “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10,7), “Yo soy el pan vivo que bajó del cielo” (Jn 6,51). Al mencionar a todas estas criaturas, incluso comparándose con la gallina y sus polluelos, cuando lloraba sobre Jerusalén (cf. Mt 23,37), muestra claramente cuál es su deseo inconmensurable, deseo eterno, de hacernos partícipes de su vida.

Es en este contexto que se inserta el evangelio.

La permanencia de Dios nos santifica

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador” (Jn 15,1).

Para Israel, la vid era una realidad común y actual hasta el punto de que, bajo el reinado de Salomón, la Escritura se refería con esta figura a la paz que éste logró con todos los pueblos vecinos: “Judá e Israel, desde Dan hasta Beerseba, vivieron sin miedo, cada uno bajo su viña y su higuera” (1 Reyes 4,25).

¿Y cuál es el significado de la palabra “verdadero” usada por el Maestro en este versículo? ¿Y por qué Jesús, en esta ocasión, empieza a hablar de vides y agricultores? Al respecto, el Cardenal Isidro Gomá y Tomás comenta: “Jesús dijo a sus discípulos que se separará de ellos, pero esta separación será sólo según el cuerpo. Espiritualmente, deben permanecer íntimamente unidos a Él para vivir la vida divina; morirán si se separan de Él. Propone esta doctrina envuelta en la alegoría de la vid: ‘Yo soy la vid verdadera’, la vid ideal y más perfecta, en la que, mejor que en las vides del campo, se verifican las condiciones específicas de esta planta. El cultivador de esta vid espiritual e incorruptible es el Padre: “Y mi Padre es el labrador”. Jesús no sería nuestra vid si no fuera Hombre; y no nos daría la vida de Dios si no fuera Dios. Por tanto, Jesús es el Mesías, Hijo de Dios” [1].

“Toda rama que en mí no da fruto, la cortará; y todo sarmiento que da fruto, lo poda, para que dé más fruto” (Jn 15,2).

Jesús afirmó que el Padre es el labrador y, en consecuencia, es Él quien asume la tarea de podar, limpiar y cuidar. Como hemos dicho anteriormente, Dios creó la vid, entre otras razones, para que sirviera de ejemplo de estos procedimientos propios del Padre, así como para comprender mejor la relación que existe entre los bautizados y Cristo. La vid, entre las hortalizas, es la más indicada para entender la necesidad de corte o poda.

Estas enseñanzas de Jesús nos muestran cuán lleno de vitalidad está su Cuerpo Místico. El Padre arranca las “ramas” improductivas; y a los que prometen frutos futuros, Él los poda y los prepara para aprovechar la savia de manera más excelente.

La lista de “ramas” infructuosas no sería pequeña, pues hay muchos vicios, malas inclinaciones y pecados que bloquean el flujo normal de la “savia” de la gracia. En definitiva, todos ellos tienen su origen en el egoísmo humano. Estar centrados en uno mismo, sumergidos en las propias conveniencias, trae como consecuencia inevitable el corte de las gracias de Dios, tal como nos son dadas con vistas al camino hacia el Reino. Por otra parte, como afirma san Juan Crisóstomo [2], nadie puede ser verdadero cristiano sin buenas obras. Ahora bien, el egoísmo nunca los produce.

En cuanto a la “poda” de las ramas fructíferas, además de las tentaciones y pruebas permitidas por Dios, existen dones, consuelos y estímulos sobrenaturales, acciones divinas que tienen como objetivo multiplicar su fertilidad. De esta palabra de Jesús vemos cuán útiles son las tentaciones para conferir más virtud y mérito a las “ramas” buenas.

En resumen: “Lo que aquí se quiere decir es que Cristo, el Dios-Hombre, influye directamente, por gracia, en los retoños. El Padre, en cambio, es quien tiene el gobierno y la providencia exterior de la viña” [3].

“Permaneced en Mí y Yo permaneceré en vosotros. Como la rama no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros tampoco podéis llevar fruto, si no permanecéis en mí” (Jn 15,4).

Ésta es la condición para la correspondencia con la gracia, ya que permanecer en Cristo es el primero y el mayor de todos los dones que podemos recibir. Unidos así con Cristo, tendremos la posesión real y verdadera de Dios.

Pidamos, pues, al Divino Redentor que nos conceda la gracia de estar enteramente unidos a Él y a su gracia, para que podamos liberarnos del pecado y de todo lo que nos separa de Dios. De esta manera, seremos esas ramas que nunca se separarán de Dios, y que disfrutarán de la convivencia celestial en la eternidad.

Extraído, con adaptaciones, de:

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 3, p. 326-343.

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[1] GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Pasión y Muerte. Resurrección y vida gloriosa de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. IV, p. 225.

[2]  Cf. JOÃO CRISÓSTOMO. Homilía LXXVI, n. 1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (61-88). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v. III, p. 167.

[3] TUYA, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.1242.

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