Un día, en medio de una conversación, el prof. Plinio Corrêa de Oliveira elaboró un mini-tratado, profundísimo, del amor de sí mismo y del amor de Dios.
Redacción (06/05/2024, Gaudium Press) Entre otras interesantes paradojas internas del hombre, está la de que aunque tiene conciencia de su finitud, alberga una sed insaciable de infinito. Al mismo tiempo que tenemos un ansia de más y de más, incluso de una posesión infinita, nos sabemos limitados, y si lo olvidamos, tranquilos, cuando postrados en un lecho de dolor, o cuando en una situación comprometida no sepamos qué decir ni qué hacer, recordaremos lo circunscritos que somos…
El inmortal dictado de San Agustín, no solo es filosófico sino sobre todo psicológico: “Nos hiciste para Vos, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Vos”, dice la luz de Hipona.
Para conocer la realidad de esta aseveración, no tenemos sino que voltear los ojos hacia nuestro interior, y constatar que aunque miremos la guacamaya más apreciada y magnífica, la admiraremos, sí, nos deleitaremos, sí, pero en poco tiempo querremos más; que aunque alcancemos la meta más ansiada (un reconocimiento, una mejor posición, un mejor salario), ella nos dará satisfacción pero al poco tiempo ya desearemos otra cosa, desearemos más. Solo encontraremos la meta fundamental y el reposo fundamental de nuestras almas, cuando nos unamos indisolublemente con Dios, el Infinito.
Pero eso no es solo para la otra vida, sino que en esta justamente la gracia de Dios ya anticipa esa unión eterna que deberemos tener con Dios en el Cielo. El Cielo comienza en esta vida.
Esa es la primera premisa: lo que más nos puede dar alegría en esta vida es en esencia lo mismo que nos dará la alegría eterna, la unión con Dios-Infinito, unión que aquí se realiza por la gracia, que permite que practiquemos integralmente los Mandamientos de la Ley de Dios.
Pero sabemos por experiencia que practicar la Ley de Dios no es fácil. Tenemos tendencia a la mentira, a apropiarnos de lo que no es nuestro, a la lujuria, al no respeto a la autoridad paterna o a cualquier autoridad. Casi podríamos glosar cada uno de los mandamientos, diciendo al lado de ellos “me cuesta; tengo tendencia a lo contrario”.
Pues bien, para cumplir los Mandamientos justamente está la gracia, que es esa ayuda divina que Dios da, y que viene normalmente por los sacramentos y cuando la pedimos en la oración. Una gracia que fortalece en nosotros la ‘ley del espíritu’ y lucha contra nuestra ley interna de la ‘carne’.
Como afirman numerosos espiritualistas, la fuerza que nos impele a no cumplir los 10 mandamientos se puede resumir en una palabra, “Egoísmo”, un egoísmo que como decía también San Agustín tiende a llegar “hasta el olvido de Dios”.
La fuerza que nos aleja de Dios es como un grito que sale de lo más profundo del alma, diciendo “Yo”, “Solo Yo”, “Solo mis deseos, mis caprichos, solo mis placeres”. Es un amor de sí desordenado, fruto del pecado original, que se contrapone al amor de Dios que debemos tener; es un falso amor que nos desvía del amor de Dios.
¿El mensaje de la Iglesia no es medio irrealizable?
Entre tanto, en una reunión insigne, un día el prof. Plinio Corrêa de Oliveira mostró que sí hay un legítimo amor de sí, ordenado y necesario, y estableció la relación que debe existir entre ese recto amor de sí mismo (que también todos debemos tener) y el amor de Dios.
Este es un asunto importantísimo, porque normalmente en la Iglesia se vio con malos ojos el llamado ‘amor de sí mismo’, justamente por los desvíos y abismos a que el amor egoísta puede conducir. Pero ocurre que el amor de sí es algo natural, pues la persona procura con amor su alimento para saciar su hambre; va a la cama para paliar su cansancio; el conservar su ser, termina siendo una forma de amor de sí mismo natural, necesario, y esto no puede ser calificado de egoísmo por lo que la enseñanza de la Iglesia podría quedar en el fondo de las cabezas como inadecuada, como no apropiada a este real ser humano que soy yo, que es cada uno: “Entonces, ¿la Iglesia me manda no amarme a mí mismo? ¿No es eso un absurdo? ¿Amarme no es la cosa más natural del mundo? Parece que la Iglesia estuviera hablando no para humanos sino para ángeles…”, diría alguien.
Pero no, el mensaje de Cristo encarnado es para nosotros, es perfecto, para hombres de carne, hueso y alma inmortal. Veamos como trató el tema del recto amor de sí mismo el Dr. Plinio.
Es claro que el amor es una relación que siempre aproxima a dos seres, el amante y el amado. Por tanto, el amor de Dios no puede excluir completamente el amor de sí, pues quien ama a Dios no es un ente etéreo, sino que soy yo, hombre.
“Por tanto, el más desinteresado de los amores (el amor a Dios) tiene también un [componente de] amor a mí mismo dentro de él”.
Entre tanto, ¿cómo debe ser ese buen amor de mí mismo que luego vuela y me lleva a Dios?
Los accidentes tienen razón de fin
Es claro que el hombre debe amar su esencia de hombre, constantemente, pues es él criatura de Dios, y por tanto buena, y esto es lo que lo impele a conservarse en el ser, a cuidar de sí. Pero el hombre no es solo esencia, sino también accidentes, es decir, es también su inteligencia particular, su voluntad, su estilo de sensibilidad, sus inclinaciones al bien pero igualmente sus tendencias al mal, sus virtudes y también sus vicios, y como vemos, esos accidentes pueden ser tanto buenos como malos. Es claro pues que el hombre, por amor de Dios, debe amar sus accidentes buenos y detestar sus accidentes malos.
Es cierto también que siendo el hombre esencia y accidentes, aunque la esencia sea en sí más importante, son los accidentes los que definen su destino eterno: el ser humano no va al cielo por el mero hecho de ser hombre, sino hombre virtuoso, y no se condena por el mero hecho de ser hijo de Adán, sino por haberse radicado en el mal. En ese sentido, decía el Dr. Plinio, los accidentes humanos tienen razón de fin, es decir, el fin de la vida debe ser que nuestros accidentes, particularmente nuestros hábitos, sean buenos.
Pero justamente la bondad de los accidentes está en su semejanza con Dios: amo mi inteligencia en cuanto es un mero reflejo de la inteligencia del Creador, y así la amo real pero desinteresadamente, de manera tal que en contacto con una inteligencia mayor, yo podría amar más esa otra inteligencia por ser mayor reflejo de Dios. Amo mi deseo de cumplir con mi deber, como un reflejo de la diligencia y justicia de Dios que fue capaz de reparar la falta del hombre entregando a su Hijo-Hombre al suplicio de la Cruz. Pero mi amor a mi cumplimiento del deber no es un amor egoísta, de tal manera que soy capaz de amar un mayor cumplimiento del deber existente en otro. Asimismo, detesto mi pereza, porque es contraria a la diligencia de Dios, y soy capaz de detestar una mayor pereza en otro, en cuanto está más alejada de la virtud divina.
Pero incluso, el amor a mi esencia humana, “lo más íntimo y congénito” de mi ser, encuentra todo su significado y explicación, si entendemos que yo no soy “sino el fruto, el producto, de otra Esencia inmensamente más densa e inmensamente Ella misma. De manera que sin negar la infinita trascendencia de Dios [ndr. es decir, que Dios es un Ser individual que me supera infinitamente en todo], yo podría, de algún modo, decir que Dios es más yo que yo mismo”.
Es como si “mi fotografía fuese capaz de conocerme, ella me amaría más que a sí misma reconociendo que yo soy más ella misma de lo que ella es”; así deberíamos actuar en función de Dios.
Amar a Dios porque Él es es Él, porque es el Infinito que ansiamos, y porque vemos en “Dios un ‘arqui-yo-mismo’, un alter ego (otro yo), que es infinitamente más de lo que somos y es la fuente de lo que somos, y para el cual el hombre tiene el amor que el efecto tiene a la causa y que es un amor en que el efecto se ama a sí mismo, pero por amarse a sí mismo, acaba amando mucho más y de un modo completamente desinteresado la Causa de la cual él nació”.
“Entonces podríamos decir que Dios es, para nosotros, nuestro supremo e inmenso ‘arqui alter ego’, nuestro infinito alter ego, pero que es tan más nosotros de lo que somos nosotros mismos que, excluyendo cualquier sentido panteísta, toda nuestra capacidad de amor, como un chorro, va completamente hasta Dios”, decía el Dr. Plinio.
Es natural pues, que yo me ame. Pero amarme no es amar mi vicio y mi pecado. Amarme verdaderamente es amar mi esencia humana, amar mis accidentes buenos, detestar mis accidentes malos, reconocer que todo lo bueno que hay en mí es reflejo y causado por Dios, y desear que eso bueno que hay en mí aumente con una mayor unión con Dios, así como lo malo en mí desaparezca en tal unión con Dios. El recto amor de sí me lleva al amor de Dios.
El amor de Dios que vence el egoísmo y nos da alegría de vivir
Ese recto amor de sí y de Dios está a años luz del egoísmo, porque lo que yo amo en mí lo amo por ser reflejo de Dios, y si veo otros reflejos de Dios en el Universo, incluso mayores, los amo y en esa medida.
Este recto amor de Dios me lleva así a amar a Dios no solo en lo bueno que tengo, sino en su presencia en todo el Universo, sobre todo en las maravillas que Dios puso a nuestra contemplación, particularmente en las maravillas en los hombres.
De esta manera la vida se hace muy, pero muy vivible, porque de estar encerrados en la caparazón de tortuga de nuestro egoísmo, pasamos a ser –a la búsqueda desinteresada de Dios– contemplativos y admirativos de todo, desde la diligencia y el esfuerzo de la hormiguita, pasando por el esplendor encandilante y verde-azulado del pavo real, a la claridad y agilidad de la mente de tal pensador, o la virtud de esta sencilla religiosa con la que nos cruzamos en la vida.
Así, vivir se vuelve maravilloso y hasta delicioso, pues nos habremos convertido en felices ‘cazadores’, no de leones o del arca perdida, sino de los muchos reflejos divinos en el Orden Creado, particularmente en el universo de los hombres.
Pero para terminar, debemos repetir que nada de esto se puede hacer sin el auxilio de la gracia, la cual se recaba principalmente en la oración y sacramentos.
Si no rezamos, vence nuestro egoísmo, perdemos la oportunidad de vivir bien la vida, y de la posibilidad de ser colibríes que van de flor en flor degustando y aspirando el néctar de las flores de la Creación, no convertimos en ciegos topos, sumidos en la oscuridad de nuestros mezquinos intereses.
Amor de Dios y recto amor de sí, terminan siendo oración y contemplación; desde ahí, lucha contra el egoísmo, y nuevamente oración y contemplación para una buena acción.
Por Saúl Castiblanco
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