sábado, 23 de noviembre de 2024
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La hora de la cosecha

Así como las semillas producen frutos para sustento y alegría de los hombres, así también corresponde al género humano acoger la semilla de la Palabra de Dios, para producir frutos de virtud y santidad.

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Redacción (16/06/2024, Gaudium Press) Qué hermosa debe ser la escena de una predicación de Jesús. Ya sea en la cima de una montaña, a orillas del mar, o incluso sentado en una barca sobre las olas, no había lugar donde su voz y sus gestos no hablaran profundamente a los corazones.

Recogiendo elementos simples de la vida cotidiana, Nuestro Señor desarrolló enseñanzas profundas y accesibles para el alimento espiritual de todos. De hecho, nada era más importante para la sociedad rural de aquellos tiempos que ocuparse de las semillas…

La potencia interior de una semilla

Los Padres de la Iglesia, en general, siempre interpretaron la figura del Reino de Dios como una representación de la Santa Iglesia Católica:

El Reino de Dios es como cuando alguien siembra la semilla en la tierra. Se acuesta y se despierta, noche y día, y la semilla va germinando y creciendo, pero él no sabe cómo sucede esto. La tierra, por sí sola, produce el fruto: primero aparecen las hojas, luego la espiga y, finalmente, los granos que llenan la espiga. Cuando las espigas están maduras, el hombre mete inmediatamente la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4,26-29).

Se percibe que la atención de Jesús está más centrada en la semilla que en el sembrador. Una vez que este ha completado su trabajo, se concentra en otras tareas. El tiempo pasa y, paralelamente a la existencia del sembrador, brota la semilla.

Hay dentro de ella un dinamismo propio, una fuerza vital que al entrar en contacto con la tierra comienza su florecimiento y la sustenta hasta el momento de la cosecha.

La figura es una pálida imagen de lo que sucede con la Santa Iglesia. Esta, al ser sembrado en el mundo, fue siendo fortalecida por la acción del propio Espíritu Santo, quien introdujo en ella tal energía que no se limitó sólo a su nacimiento, sino a lo largo de todos los siglos de su existencia, en un desbordamiento de vida y de creciente fecundidad.

Esto significa que, a pesar de la acción maléfica de tantos frutos contaminados y podridos que intentan destruirla, la Iglesia Católica siempre saldrá incólumne. No hay fuerza humana ni diabólica capaz de vencerla y disminuir sus verdaderos frutos, pues es el Divino Paráclito quien la conduce. Y es Dios quien lanza la hoz y recoge los frutos. ¿Y cuál será el destino de todos ellos?

Contemplemos primero otra bellísima imagen utilizada por el Divino Maestro.

Un llamado a entrar al Reino de Dios

¿Con qué más podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos para representarlo? El Reino de Dios es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra. Cuando se siembra, crece y se hace más grande que todas las hortalizas, y extiende ramas tan grandes que las aves del cielo pueden refugiarse a su sombra. (Mc 4,30-32)

Realmente, ¿en qué consistió el nacimiento de la Iglesia? ¿Quién habría imaginado que una docena de hombres sencillos conquistarían el mundo para su Señor, al que a veces eran infieles?

Esa frágil semilla no vivía de su vida natural. La savia que corre por sus fibras es divina y, como dice el salmista, por estar plantada en los atrios del Señor, sus hojas nunca se marchitarán (cf. Sal 91,14).

Ezequiel lo predijo de manera muy similar, como vemos en la primera lectura, al referirse a Dios que enaltece el arbusto humilde y corta el árbol orgulloso: de una pequeña rama hizo brotar un árbol frondoso en cuyas ramas pájaros de toda especie se refugian (cf. Ez 17,22-23). En otras palabras, la universalidad de la Iglesia abarca a toda la humanidad, que, con toda su pluralidad de etnias, está destinada a integrar el Reino de Dios.

La condición para que produzcamos fruto espiritual

Sin embargo, el Apóstol enseña, en su Segunda Epístola a los Corintios, que caminamos en fe y no en la visión clara (cf. 2 Cor 5,7). Participar del Reino de Dios requiere adhesión de nuestra parte. Así como la planta se asienta sobre sus raíces, así también la vida del cristiano se asienta sobre su fe. Esta adhesión no se basa en cálculos humanos, sino en la confianza en las promesas de Nuestro Señor. Y es a través de esta fe y esta confianza que debemos esforzarnos por serle agradables en todo, ya que, en un momento dado, llega el tiempo de la cosecha.

Aquí no seremos nosotros, sino Dios mismo quien lanzará la hoz. Todos tendremos nuestra hora: tiempo desconocido; momento en el que todos recibirán lo que merecen. Premio a los buenos, castigo a los malos.

Pidamos a la Santísima Virgen María que cultive en nuestras almas las semillas sembradas por su amado Jesús. Que Ella nos impida ser como higueras infructuosas destinadas al fuego, sino que, cuando llegue el tiempo de la cosecha, Ella misma recoja frutos maduros de virtud y santidad y los ofrezca a su Divino Hijo.

Por Rodrigo Siqueira

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