San Gregorio nace en Venecia, en el S. XVII. Solo aceptó el obispado después de consultarlo con Cristo.
Redacción (17/06/2024, Gaudium Press) San Gregorio nace en Venecia en 1632, de una familia muy rica y con harta influencia social. Pronto lo visita el infortunio, pues su madre muere de tifo cuando él contaba con sólo dos años. Gracias a Dios su padre era un fervoroso creyente, y le da la mejor educación.
Pero el padre lo quería encaminar a la vida civil: cursos de ciencia, de diplomacia, del arte de la guerra le eran ofrecidos. Sin embargo, el llamado de Dios pronto se hace sentir, y cuando Gregorio observaba las estrellas, pensaba en la armonía y en la majestad del Señor. Su inclinación iba a la de ser un hombre de Iglesia.
Un director espiritual lo encamina al clero secular
Quería entrar a una comunidad religiosa, pero un buen director espiritual le dijo que él tenía más bien madera para dirigir las almas de una comunidad parroquial. A los 30 años se ordena sacerdote.
Un amigo de su familia es elegido Papa con el nombre de Alejandro VII, y lo manda llamar para confiarle cargos especiales en el Palacio pontificio.
Y he aquí que otra vez la peste toca sus puertas, pero esta ocasión en Roma. El Papa lo nombra presidente de la comisión encargada de atender enfermos de tifo, y a esta tarea el Padre Gregorio se dedica con sumo esmero, visitando enfermos, también enterrando a personas, y luego ayudando a los familiares de los que habían fallecido.
Obispo de Bérgamo
Termina la epidemia de tifo, y el Papa le ofrece una diócesis, la de Bérgamo. El Padre Gregorio responde al Pontífice que lo deje consultar a Jesucristo durante la eucaristía, en la cual escucha una voz que le dice que acepte el episcopado.
De noble alcurnia, pero ya amante de la pobreza de la vida de un religioso, llega a su nueva sede de Bérgamo como un sencillo peregrino. A los fieles que se proponían una gran fiesta de recibimiento, les sugiere que entreguen el dinero que ahí se emplearía para atender a los pobres. Y él da el ejemplo, ejemplo insigne, vendiendo todo lo que posee y destinándolo a los pobres. Su fama de virtud crece y crece en la ciudad.
Dedica sus horas a difundir libros de espiritualidad, y recomienda mucho leer las obras de San Francisco de Sales. Si algún enfermo lo necesita, le había dado orden al portero de avisarle en el acto, aunque fuera de noche, y allá iba el propio obispo, a atender esas almas necesitadas, sin importarle si llovía, o si tenía que atravesar lodazales. El obispo daba el ejemplo.
Y esto no lo hacía gozando de las más completa salud, sino que lo realizaba en contra de las opiniones de su médico, a quien respondía que simplemente estaba cumpliendo su deber.
Obispo de Padua – Cardenal
Un día el Papa –para tristeza de los fieles de Bérgamo– lo nombra obispo de una sede más importante, pero más necesitada de auxilio espiritual, Padua.
Allí los jóvenes no conocían la doctrina cristiana, los adultos no iban a misa. Entonces el obispo Barbarigo emplea su tiempo y energías a la difusión del catecismo, a la evangelización. Recorre personalmente las 320 parroquias de la diócesis, incitando a la fe y la piedad, incluso yendo a regiones apartadas, difíciles. Como fruto de la gracia, Padua cambió, por obra de su santo obispo.
Y aunque un nuevo Papa, Inocencio XI, hizo un día al Obispo Gregorio Cardenal de la Santa Romana Iglesia, él siguió siendo el sencillo servidor de Dios y su rebaño que ya era.
Fundó imprentas, veló por la buena formación de sus sacerdotes, siguió atendiendo a los pobres. Se decía de él: “Monseñor es misericordioso con todos. Con el único que es severo es consigo mismo”.
El seminario de Padua adquirió fama, la imprenta de Monseñor también.
Decía que había que preocuparse por el alimento de las almas, y que para ello eran “necesarias muchas lecturas y que sean bien espirituales”.
Muere San Gregorio Barbarigo el 17 de junio de 1697.
Fue beatificado el 10 de septiembre de 1761 por Clemente XIII y canonizado en 1960 por Juan XXIII.
Con información de EWTN
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