sábado, 07 de septiembre de 2024
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Correlaciones divinas

“Para quienes no tienen tapados los ojos ni los oídos…”

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Foto: Arleen Wiese en Unplash

Redacción (13/07/2024 14:54, Gaudium Press) Correlaciones…

Se puede decir que el universo es una maravillosa sinfonía de correlaciones.

El propio Dios, ser Infinito, puede ser mejor conocido por nuestras pequeñas mentes a través de las correlaciones.

Resulta que Dios no es grande, sino como fuente absoluta de todas las perfecciones que es, Dios es la Grandeza. Pero este mero concepto de ‘grandeza’, más a estas generaciones de la imagen, puede no decir mucho si no se lo reviste de ‘carne’.

¿Qué queremos decir? Que considerar a seres con grandeza, es un excelente telescopio para conocer la grandeza de Dios, pues la grandeza de los primeros es participación de la grandeza abismal divina.

Recuerdo una vez que me encontraba recorriendo un zoo, ya en mi tercera década, cuando de pronto escuché por vez primera el rugido de un león. No había llegado aún a sus reinos, que se encontraban pasando una suave colinita, por lo que el ruido gigante —para mí inédito al vivo— me sorprendió y en un inicio no identifiqué su origen. Seguí caminando, intrigado, y entonces me deparé con tres o cuatro de estos imponentes felinos, echados por tierra y despreciando con su indiferencia a los visitantes que los contemplábamos. El rugido que había escuchado fue como si uno de esos grandes dormilones saliendo un poco de su sueño hubiera emitido el más ruidoso bostezo, para entregarse otra vez al dulce placer de su dormilón descanso. Si a mí me dijeran que Dios es grande como el rugido de ese león y como esos leones, es claro que la noción sería incompleta, porque Dios es infinitamente más, pero para mí sería una pista muy viva, muy real.

Recuerdo la primera vez que pude conversar con el prof. Plinio Corrêa de Oliveira.

Era entonces un hombre que había sobrepasado los ochenta años, con todo lo que eso implica de afectación de la fortaleza física del ser humano. Se encontraba sentado, en un sofá no grande de terciopelo carmesí, ubicado en una saleta pequeña de verdes paredes de las que colgaba un grabado de la Plaza de San Marcos y un tejido de oriente, conformando un ambiente que más que grandioso transparecía de intimidad, sacrificio y laboriosidad. Sin embargo, de ese hombre salía una luz como de oro y plata, que a la vez que acogía obligaba a un respeto de tipo religioso, como el que se siente cuando se entra por vez primera a una catedral gótica, estilo Notre-Dame; su presencia creaba un intenso ambiente de sacralidad. Si a mí me dijesen que Dios es grande como esa grandeza que sentí en ese momento, para mí la comparación sería muy viva, muy clarificante y muy real, y me acercaría a un conocimiento más vivo, más ‘carnudo’, diría incluso más humano, de la grandeza divina.

De igual manera, si me dijesen que todos los momentos en que he sentido la grandeza de los seres, he percibido un vislumbre de la grandeza de la cual Dios es el Absoluto, y que para mejor sentir la grandeza divina recordase la grandeza de los seres, se me estaría dando un elemento eficacísimo para, por vía analógica, comprender la grandeza infinita del Creador.

Pero si esto es cierto con la Grandeza, también lo es con la Dulzura, con la Valentía, con la Elegancia, con todos los atributos de Dios…

Recuerdo en este momento algo que me ocurrió en Nueva York.

Habíamos sido invitados con un amigo a algo a la manera de una velada literaria, en el apartamento de un alto ejecutivo del Deustche Bank, latino y amigo de mi amigo. Realmente el invitado era mi amigo por su inicio de amistad con el anfitrión, y yo iba de entrometido, como Judas en el Credo, por rebote y  de casualidad.

Los asistentes (salvo el suscrito…) eran todos del nivel social del dueño del apartamento, elevado, conformando un conjunto abigarrado, compuesto de latinos bien ubicados en la Big Apple, americanos que se dignaban a relacionarse con sudacas exóticos de cierto estilo, y algunos europeos de nariz respingada, desde cuya punta su cultura milenaria analizaba con benevolencia un tanto fingida a estos ‘aborígenes’ del nuevo mundo.

Gente elegante sin duda. Pero entre todos, había una figura que sobresalía como el Everest y sin esfuerzo, con brillo más que auténtico. Era una señora de unos cincuenta años, vestida de azul en traje largo, más que de gala de coctel como lo ameritaba la ocasión, que verdaderamente parecía no caminar sino flotar, no hablar sino cantar las palabras (algo un tanto difícil en inglés…), no respirar sino perfumar el ambiente con sus emisiones de aire de chispas de artificio delicadas. Pocos minutos después ya me había enterado que ese centro focal de la platea era una amable y conocida condesa austriaca. Si alguien en ese momento me dijese que la elegancia de la señora era una participación y reflejo de la elegancia divina, sería algo más que bien ejemplificado, que me ayudaría a percibir al vivo la Elegancia del Autor de los lirios y los peces de la mar.

Louise Elisabeth Vigee Lebrun Marie Antoinette dit a la Rose Google Art Project

Foto: Wikipedia

Caminaba un día un domingo —había viajado tras exprimir la caja de mis no pingües ahorros— por la rue Saint Honoré en París, cuando el ángel de la guarda me tocó la conciencia y recordó que aún no había asistido a misa. Pregunté a alguno qué iglesia había cerca con la esperanza de encontrar una eucaristía vespertina, confianza que fue recompensada con la misa de 6 de la tarde de la neo-clásica iglesia de Saint-Philippe-du-Roule. Esta al parecer era la misa no del turismo sino de la gente ‘del barrio’, uno de los más chics del mundo. Ahogando mi costumbre de analizar los ambientes y fisonomías para concentrarme en la liturgia, sucumbí a la inclinación cuando tras la bendición final algunos de los feligreses se reunieron en el atrio para intercambios que se veía ya eran habituales. Intimidad sin familiaridad excesiva, interés por las cuitas de la semana del otro, recíproca; emisiones sutiles, que podían ser afirmativas pero delicadas. Claramente se trataba de aristócratas, pero de aristócratas católicos, por lo que la impresión que tuve fue de mucha clase cubierta con la nota luminosa de caridad que da la fe católica apostólica y romana. Si a mí alguien me dijese en ese momento, que esos aristócratas eran elegantes, como Dios era Fuente de la Elegancia, me estaría diciendo algo muy cierto.

Afirma el Catecismo en su punto 1, que la vida del hombre es “conocer y amar a Dios”; conocer y luego amar, y después de amar conocer aún más. Entre tanto, ¿solo tiene mayor posibilidad de amar mucho a Dios los que por ejemplo estudian el tratado de la naturaleza divina en la Suma Teológica de Santo Tomás?

Es claro que no, pues como dice San Pablo, “desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rm 1, 20), a lo que agrega Juan Pablo II que el cristianismo hace una “invitación a descubrir la palabra divina presente en la creación”.

“Para quienes no tienen tapados los ojos ni los oídos, la creación constituye una especie de primera revelación, que tiene su propio lenguaje elocuente: es como otro libro sagrado cuyas letras son representadas por la multitud de criaturas presentes en el universo”, afirma tajantemente el Papa polaco.

Es la contemplación de las maravillas de Dios en los seres todo un catecismo, abierto para ser leído. Un catecismo con color, sonido, movimiento, olores y sabores, algo muy propio para estas generaciones de la imagen. Es solo tener una actitud contemplativa, generosa, serena, que Dios ahí se nos irá mostrando, por medio de las correlaciones.

Por Saúl Castiblanco

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