viernes, 13 de septiembre de 2024
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Luis XIV, ¿precursor de la Revolución francesa?

Cuando el poder se torna tiránico, acaba explotando. Sin un vínculo moral, el poder no resuelve nada. De esa forma se explica la Revolución Francesa.

 Recepcao do Grand CondeRedacción (24/08/2024 15:54, Gaudium Press) A finales de la Edad Media, en la que ciertas virtualidades iban desbandadas, se produjo una situación de caos en donde los grandes señores feudales, generalmente príncipes de la casa reinante que gobernaban tierras con cierta autonomía respecto del rey, tendieron a rebelarse contra los monarcas. No para proclamar una república aristocrática, sino con el fin de reducir el poder real.

Los reyes intentaron resistir. Y los nobles, muchos de ellos situados en la cúspide de la nobleza, se levantaron culpablemente contra aquel a quien debían lealtad, vasallaje y obediencia. No tuvieron más remedio que apoyarse en la plebe, en la clase más poderosa de ésta, que era la burguesía, para resistir y no quedar sumergidos.

Había, especialmente por parte de Luis XIV, una especie de horror de regresar al feudalismo; y un mal temor, porque, infundadamente, se identificaba al feudalismo con el caos y, por tanto, se quería el absolutismo con orden.

El error de Luis XIV fue confundir absolutismo con orden. Veía el problema así: si estos nobles no necesitan del rey para vivir en sus feudos, tienen derechos propios que el monarca no puede eliminar y los transmiten por herencia a sus hijos, no hay fuerza que los obligue a obedecer. Entonces, para obligarlos a la obediencia sin destruirlos enteramente, esa fuerza ha de ser hercúlea. Avanzaremos o bien hacia la monarquía hercúlea, o bien hacia la raquítica.

En efecto, como la unidad de la nación proviene de la fuerza del monarca, o aquella se desintegra o su unum ha de ser muy fuerte. Por eso el rey tiene que ser hercúleo o, en este caso, absoluto: lo puede todo, es omnipotente.

Luis XIV pensaba establecer el orden en el reino valiéndose de un medio en el que el orden no existía: una nobleza intoxicada por los principios de una cristiandad decadente. De una nobleza en esas condiciones no podía dejar de salir todo tipo de mal, pues ahí no estaba, en la totalidad de su poder, Cristo Rey, llevando al noble a amar su deber de lealtad, su sumisión al rey, como lo habían hecho tantos y tantos señores feudales en el pasado. Sin un vínculo moral, el poder no soluciona nada.

Resulta que, para mantener el orden en esas condiciones, el poder se vuelve tiránico. Y, a fuerza de ser tiránico, acaba explotando. De este modo, se explica la Revolución francesa.

A causa de ello, Luis XIV, que en ciertos aspectos simboliza lo contrario de la Revolución francesa y a quien ésta odió con todo su odio, fue él mismo un precursor de esa Revolución.

Le faltaba al Rey Sol una concepción sagrada de la vida

Era un rey católico —cometió pecados muy grandes y también tuvo lados muy buenos en su reinado—, pero no poseía una concepción sagrada de la vida, no sabía ver los problemas temporales impregnados de la problemática espiritual. En cualquier caso, debería haber prestigiado a los elementos de la Iglesia que reaccionaban contra los errores, para que, desde la Iglesia, cambiara esta situación.

En las memorias que le dejó a su hijo reconoce que, en las querellas religiosas de su tiempo, no intervino porque ignoraba por completo los problemas de carácter religioso. Luego no era apto para ser rey.

 No obstante, con Luis XIV el arte, la cultura, la civilización alcanzan su apogeo. Busca construir el palacio esplendoroso del rey absoluto, que represente la gloria de la nación, su lujo, su fausto, su poder. Es el monarca que brilla como un sol y en cuya presencia las estrellas desaparecen; no es un rey feudal que ilumina las estrellas, pero no las devora.

Según se dice, Luis XIV era bajito. Una gran estatura, hercúlea o leonina, le habría aventajado mucho. Sin embargo, con su estatura no alta imponía distancia, sabiendo aserrar desde arriba con tal majestad que, cuentan sus entusiastas —o, según otros, sus aduladores; en un régimen de monarquía absoluta estas cosas se confunden—, empezaron a llamarlo Apolo, el dios del Sol. Era le roi Apollon, el sol en medio de los hombres: le roi soleil. Y Versalles, le palais-soleil, el palacio-sol, todo soleado, magnífico, brillante. Es dentro de este palacio donde brilla la figura de Luis XIV.

Majestad esplendorosa y sonriente

Todo en Versalles estaba adornado con un buen gusto extraordinario, indefinible, que da una idea de proporción ligeramente alegre y festiva, pero grande y poderosa.

La fórmula de Luis XIV y del Antiguo Régimen en materia de poder público era exactamente ésa: poderoso y majestuoso, pero risueño —no en el sentido de reír, sino de sonreír—; tal vez sería mejor decir sonriente y charmant.

Consideremos, por ejemplo, el parque de Versalles.

Escaleras, agua, céspedes, arboledas. Con estos cuatro elementos, dispuestos sobre una superficie no del todo llana, pero sí sabiamente graduada, tiene su belleza.

Al ver los dibujos que se repiten en un parterre y en otro, y cómo cada parterre es la réplica del otro, se nota el amor a la simetría, que constituyó uno de los rasgos característicos del espíritu, del sistema de gobierno y del arte en tiempo de Luis XIV.

Luego, formando un agradable contraste con estas parcelas, nos encontramos de repente con una dulce arboleda, donde se descansa de lo que aquella superficie tiene de demasiado plantado, de artificial y de diseñado. Se trata de la noble y suave espontaneidad de una naturaleza ultracivilizada y bendecida.

Estos árboles son para los árboles comunes lo que una persona bien educada es para alguien vulgar. Son árboles aristocráticos; se diría que tomaron té de pequeños o que los regaban con champán.

Y no pensemos que ese parque fue hecho para estar vacío. Al contrario, estaba abierto a todo el mundo. Para entrar bastaba con pedirle prestada una espada a cualquier hombre que estuviera fuera del palacio, ajustársela a la cintura y adentrarse, aunque no fuese noble. Se podía pasar la tarde allí.

Ese parque refleja propiamente una majestad esplendorosa y sonriente. Hay una majestad indiscutible, con algo de triunfal. Por eso sonríe confiada en su triunfo, pero sonríe con grandeza.

Por Plinio Corrêa de Oliveira

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