viernes, 22 de noviembre de 2024
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Nada vale tanto como el precioso don de la gracia

Después del pecado original, el hombre se deja llevar fácilmente por los impulsos de la carne y de la concupiscencia. Por tanto, es necesario estar vigilantes y confiar en la ayuda de la Gracia.

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Redacción (02/09/2024 07:44, Gaudium Press) El libro del Génesis describe que, después del pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, se estableció un estado de completa enemistad entre la raza de la serpiente, es decir, de satán, y el linaje de María Santísima: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu posteridad y la de ella. Ella pisoteará tu cabeza y tú pondrás traición a su calcañar” (Génesis 3:15). A partir de ese momento, la vida del hombre se convirtió en una lucha en esta tierra. Por tanto, el hombre tiene que elegir entre dos caminos: el de Dios o el del diablo. No hay una tercera opción ni un término medio. Ahora bien, ¿cómo se libra esta lucha? ¿Cuál es el arma que recibimos? Veamos qué nos enseña la liturgia de ayer XXII Domingo del Tiempo Ordinario.

Confiados en la ayuda de la gracia

La primera lectura, extraída del libro del Deuteronomio, recoge las palabras de Moisés dirigidas al pueblo de Israel en estos términos:

“No aportéis nada a la palabra que yo os hablo, ni le quitéis nada, sino guardad los mandamientos del Señor vuestro Dios que yo os ordeno” (Dt 4,2).

Dios imprimió en tablas de piedra los mandamientos que ya había puesto en el corazón del hombre cuando lo creó, pero poco a poco fueron rechazados y olvidados por el desorden del pecado introducido en él con la mancha original. Quienes siguen estas leyes y decretos obtienen la felicidad y obtienen del Padre Celestial la posesión de la vida eterna. Sin embargo, sin la ayuda especial de Dios, es imposible que el hombre elimine las malas pasiones de su carne inclinada al pecado y abrace la virtud. Esta ayuda, este “don precioso” se llama Gracia, que “desciende del Padre de las luces” (St 1, 17), como se narra en la segunda lectura recogida de la carta de Santiago.

Recibimos este valioso regalo por la infinita misericordia de Dios, ya que no hay nada que nos haga merecer tal regalo. Sin embargo, es necesario que respondamos a la ayuda divina, reconociendo toda nuestra contingencia, presentándonos humildemente ante Dios con amor y fervor. De lo contrario, seremos guiados por impulsos carnales y leyes humanas que nos llevan a la adicción.

En este sentido, el Evangelio de San Marcos demuestra que los fariseos y maestros de la ley daban mayor valor a las cosas humanas y pasajeras que a la ayuda de Dios y su Gracia, queriendo justificarse ante los hombres, cumpliendo leyes y prescripciones terrenas, con el fin de ocultar el camino pecaminoso que siguieron. Por eso Jesús dirá:

“De dentro del corazón humano salen las malas intenciones, la inmoralidad, el robo, el asesinato, el adulterio, la ambición, el exceso, la maldad, el fraude, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la soberbia, la falta de juicio” (Mc 7,21-23)

En una palabra: se acostumbraron al pecado mortal. No hay mayor desgracia que un alma que se ha acostumbrado a vivir en estado de enemistad con Dios mismo. El reconocido teólogo, padre Royo Marín, afirma que “el pecado mortal es un infierno en potencia. Es, por tanto, como un colapso instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma para la vida de la Gracia»[1].

Por tanto, debemos ser íntegros y rectos, vigilantes de las insidias del diablo y confiados en la ayuda de la Gracia de Dios, que nunca falla. Sepamos también acudir al Sacramento de la Confesión, donde Dios nos espera con los brazos abiertos, dispuesto a perdonarnos.

Por Guillermo Motta

[1] ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 2006, p.286.

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