Seguir a Cristo o a “Satanás”. Ésta es la decisión que la Providencia nos invita a tomar en este domingo 24 del Tiempo Ordinario.
Redacción (16/09/2024 09:28, Gaudium Press) Es una doctrina muy conocida y vigente entre nosotros que, después del pecado de nuestros primeros padres en el paraíso terrenal, el sufrimiento, hasta entonces inexistente en la vida de hombres, se convirtió en nuestro compañero inseparable. Así, no hay hombre que pase por este mundo y no sufra de alguna manera, por mucho que quiera evitar en todos los sentidos los dolores y las cruces cotidianas.
Sin embargo, no hay vocablo que hiera más los oídos del hombre contemporáneo que la palabra dolor y otros similares, porque, a causa del pecado original, el ser humano es llevado a creer que es posible alcanzar la gloria sin dolor y, por tanto, ser feliz sin sufrimiento.
Por eso, la liturgia de ayer domingo desarrolla el tema del sufrimiento. En la primera lectura, del libro del profeta Isaías [1], vemos descrito al Siervo Sufriente que entrega todo su cuerpo a las cruces que Dios le impone:
“Ofrecí mi espalda para que me golpearan y mis mejillas para que me arrancaran la barba; No aparté mi rostro de las bofetadas y de los esputos” (Is 50,6).
Tanto en este extracto seleccionado de Isaías como en el salmo responsorial, la liturgia demuestra cuál debe ser la actitud adecuada del alma ante los dolores y las cruces:
“Pero el Señor Dios es mi auxilio, por eso no me dejé desanimar, mantuve mi rostro impasible como una piedra, porque sé que no seré humillado” (Is 50,7).
Y el salmista completa la súplica:
Las cuerdas de la muerte me sujetaron, las ataduras del abismo me apretaron; La angustia y la tristeza me invadieron. Entonces invoqué al Señor: “Sálvame la vida, oh Señor” (Sal 116, 3-4).
En otras palabras, ante la cruz y el dolor, debemos, sí, soportarlos, pero no de forma meramente pasiva, sino ofreciéndolos al mismo Dios y a su divina voluntad, pidiéndole constantemente su ayuda. De esta manera, nuestros sufrimientos no serán inútiles. Esto se debe a que, según san Pablo, tendremos presente que una tribulación momentánea y pasajera nos traerá gloria eterna e inconmensurable (cf. 2Cor 4,17).
En la carta de Santiago, el Apóstol habla de la importancia de probar nuestra Fe a través de las obras:
“Hermanos míos, ¿de qué le sirve a alguien decir que tiene fe si no la pone en práctica?” (Santiago 2,14)
¿Cuál puede ser entonces una manera de demostrar la fe por las obras? La virtud sobrenatural de la fe tiene por objeto las realidades y promesas sobrenaturales que Dios nos hizo. Ahora bien, la virtud de la caridad, la más excelente entre todas las virtudes (cf. 1Cor 13,13), nos hace amar en sí mismo al Autor de estas promesas, es decir, por ser quien es, aunque no nos concediese ninguna recompensa en esta vida ni en el futuro.
Así, al aceptar nuestras cruces diarias por amor a Él, ponemos en práctica nuestra fe. Porque, si es cierto que seremos recompensados en la vida post mortem, no renunciamos al más mínimo sufrimiento para, mediante este acto de amor, demostrar a Dios que efectivamente queremos disfrutar de su visión eterna, y le mostramos que hacemos todo lo posible para lograrlo.
Cristo o el demonio
Finalmente, en el Evangelio de San Marcos, el Divino maestro pregunta a sus discípulos qué decían de él. Y San Pedro, el príncipe de los apóstoles, anticipa la respuesta y hace su confesión de fe: “Tú eres el Mesías” (Mc 8,29). En la versión del suceso narrada por San Mateo, vemos que, después de la confesión de Pedro, Jesús lo proclama bienaventurado, porque no fue un ser humano quien lo había llevado a hacer tal profesión de fe, sino su Padre que está en los cielos y, por ello, lo declaró la piedra sobre la que se fundaría la Iglesia (cf. Mt 16,17-19).
Apenas dos versículos después, cuando Nuestro Señor anuncia la Pasión a sus discípulos, el mismo Pedro, poco antes movido por el Espíritu Santo, llevó aparte a su Maestro y le reprendió por anunciarles sus sufrimientos. Y el primer Papa rogó entonces a Dios que no permitiera tal cosa a quien tanto amaba (cf. Mt 16, 21-23). A lo que Jesús intervino:
“¡Aléjate de mí, Satanás! Sois una piedra de tropiezo para mí, porque no pensáis como Dios, sino como los hombres” (Mt 16,23).
¿Qué pasó? San Pedro, ya no movido por el Espíritu Santo, sino por criterios erróneos, disociaba la gloria del dolor, y por eso quiso quitarle la Cruz a su Divino Maestro, lo que le mereció ser llamado satanás por Dios mismo, que ya lo había proclamado primer Papa.
Lección para nosotros: per crucem ad lucem, a través de la cruz llegamos a la luz y obtenemos la gloria. Pidamos que la Divina Providencia, por medio de San Pedro, nos conceda la gracia de no ser nunca “demonios”, esquivando el sufrimiento diario enviado para nuestra santificación, sino que sigamos a Cristo completamente, como él nos dijo:
“El que quiera venir en pos de mí, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz cada día y seguirme” (Lucas 9,23).
Por Guillermo Maia
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[1] El profeta Isaías es considerado el “quinto evangelista”, por prever la pasión del Divino Salvador 6 siglos antes de que ocurriera.
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