jueves, 21 de noviembre de 2024
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La vida sin ceremonia carece de poesía, y si no hay poesía todo es aburrido

La vida sin ceremonial es como un rey sin su vestido, como una flor sin sus pétalos blancos, como una pared que llora porque se ven sus ladrillos.

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Foto: Wikimedia Commons

Redacción (17/09/2024 07:32, Gaudium Press) Una de las grandes mentiras de este mundo decadente y carcomido es que la ceremonia, el ceremonial, es algo pesado y aburrido, y que la felicidad y la diversión están en la simplicidad, la espontaneidad y la futilidad.

“Sí, pero sin tanta ceremonia”, “oiga, hagamos esto pero sin mucho boato”: son estas expresiones corrientes, políticamente correctas, que se dicen con cierta sobradez. Las personas que las dicen están seguras que ‘van a quedar bien’ ante sus escuchas.

De hecho, este mundo que se va opacando y simplificando, viene expulsando de su vida cotidiana la ceremonia, está repeliendo el ceremonial que debería adornar, solemnizar y simbolizar los hechos más relevantes de su historia. Sin embargo, el ceremonial sigue siendo de las cosas más importantes que introdujo la civilización: las bellas ceremonias son escaleras al cielo, y esta vida no debe ser otra cosa que un camino al reino feliz eterno. Sin ceremonia la vida se torna banal, llana, simplona.

La vida sin ceremonial es como un rey sin su vestido, como una flor sin sus pétalos blancos, como una pared que llora porque se ven sus ladrillos. Sin ceremonia, la vida carece de poesía.

Como muchos posicionamientos de este mundo, ese de la anti-ceremonia revela su hipocresía cuando se piensa que los ritos del matrimonio del príncipe William con Kate Middleton fueron vistos por alrededor de 2.000 millones de personas, además de los millones que se dieron cita en las calles de Londres. Números de esas proporciones hubo también en el matrimonio de Harry, o en los funerales de San Juan Pablo II.

La ceremonia atiende por lo demás a la naturaleza también material del hombre, quien no es solo espíritu sino también cuerpo, por lo que los hijos de Adán requieren de exterioridades sensibles para mejor penetrar en el sentido de ciertas interioridades y realidades espirituales.

La Iglesia ha sido y será maestra de ceremonial.

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Por ejemplo, en el bautismo, que es cuando se da la mayor limpieza de alma que puede recibir una criatura humana. Allí se borra todo pecado actual, se expulsa el demonio, y se inaugura lo que la tradición consagró como límpida túnica bautismal. Pero esto es algo que los ojos de la carne no ven, por lo que ya el propio sacramento usa como materia el agua, símbolo manifestativo de purificación. Y además el rito, de tal introducción límpida y salvífica del infante en el Cuerpo místico de Cristo, es acompañado por textos litúrgicos maravillosos y apropiados gestos. Asimismo, la costumbre inspirada por la voz de la Iglesia fue consagrando las vestiduras blancas de los niños, y el decoro con que padres y padrinos se deben presentar para esa importantísima celebración.

Un moderno que dijese que lo importante es “la esencia”, “lo que no se ve”, y que mejor habría que dejarse de tantas ‘exterioridades’, y ‘con solo una oración, la fórmula, el agua y ¡listo!’, haría algo peor que romper de un escopetazo la más fina lámpara de baccarat, pues estaría opacando el rostro de Cristo que se hace sensible a los hombres a través de este tipo de ceremonias.

Es claro que el ceremonial también debe cobijar la esfera civil.

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Pensemos en el inicio de gobierno de un alcalde de una ciudad.

Algún ‘moderno’ podría sugerir que lo importante es que el nuevo prefecto se ponga a trabajar, a administrar, que firme rápido el oficio respectivo de aceptación y cumplimiento y que deje a un lado tanto preludio engorroso y fastidioso.

Ese moderno, sería en ese punto tan materialista como Marx en su doctrina económica.

Por el contrario, el hombre que sabe que no existe solo el estómago sino también el alma inmortal e inmaterial, que conoce que toda legítima autoridad proviene de Dios, considerará con simpatía que la ascensión de un burgomaestre al poder sea antecedida de una eucaristía con un capellán de su confianza, que implore las bendiciones del Creador, que además lo vaya auxiliando en toda la gestión que inicia.

Después se podría hacer la entrega simbólica de las llaves de la ciudad, y un concierto de música apropiada, se podría pensar en algo como tocar las aguas del lugar donde se fundó la urbe, recordando a los que al inicio y a lo largo del tiempo fueron forjando la ciudad, para recordar que no se apareció por generación espontánea sino que se es heredero de una larga tradición. Se podría incluso hacer una representación teatral de la fundación de la ciudad, y de algunos de los hechos más importantes de su historia. La ceremonia así puede ampliar el alma haciendo visibles las raíces que se adentran en el pasado, ayudando a constituir la identidad propia.

Recuerdo cuando leí por primera vez una descripción del léver du Roi, el levantarse del Rey de Francia en la Corte de Versalles, creo que fue en Saint-Simon. Hijo de este siglo como soy, mi alma no dejó recibir un arañón, me pareció como que demasiado exagerado.

Pero luego, con el paso del tiempo, la aparición de las canas y las arruguillas, fui entendiendo que detrás de lo que sentí como exterioridades demasiado puntillosas se escondía un interesante mundo de sutilezas, donde hasta el habitual asearse de un monarca que despierta podía ser dignificado al punto de ser contemplado, y también aprovechado para premiar fidelidades, castigar traiciones, promover favoritos, establecer alianzas… hasta para crear modas. Toda la nación además, podía observarse en el espejo de su monarca desde su léver du soleil, y conocer como era el estado de aquel que decidía decisivamente los destinos de sus súbditos. Claro que este ceremonial requería de una cierta grandeza humana del protagonista para tener sentido, pues estos dirigentes democráticos de hoy serían más que ridículos si quisiesen imitarlo.

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Foto: Timon Studler en Unplash

En realidad, bajo cierto punto de vista, el conjunto de la propia vida puede ser considerado una “ceremonia”, algo que nos parece en consonancia con el dictamen paulino: “Hemos llegado a ser un espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres” (1 Cor 4, 9). No estamos solos: cuando no nos observan los hombres, nos miran los ángeles, y cuando los ángeles se ausentan, seguimos estando siempre bajo la mirada escrutadora del que todo lo creó.

Al final, la Creación es como el espectáculo ceremonioso que Dios se creó para sí. El creó la ‘ceremonia’ del movimiento de los astros, la ceremonia del desarrollo de la vida, las ceremonias de las leyes que rigen el Cosmos: es natural que las criaturas a las que dio libertad, usen de su libertad para acompañar y satisfacer el deseo ceremonial de Dios.

La ceremonia nos ayuda a comprender y contemplar a Dios, autor del maravilloso Orden de la Creación. Dios bendice con su gracia la bella ceremonia.

Por Saúl Castiblanco

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