Pistas para descubrir la esencia de la que es tal vez la personalidad más irradiante de la Cristiandad .
Redacción (04/10/2022 07:42, Gaudium Press) Hoy, que la Iglesia celebra la fiesta del Santo de Asís, presentamos a continuación un texto de autoría del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, que presenta lo que puede ser el eje de la vida espiritual de este gigantesco hombre:
En las veredas de un mundo que caminaba de un modo torrencial detrás de las riquezas, San Francisco de Asís fue el trovador que entonó el himno del desapego y de la pobreza, de la donación llevada al más alto esplendor del amor a Dios y del deseo de entregársele. Él fue el santo de la caridad y de la bondad; el santo que, yendo al encuentro de la Cruz, mereció la gloria de recibir los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo. Fue, igualmente, el santo entusiasta de los ideales de la caballería católica, toda vuelta al servicio de la Iglesia. Por todo eso, él fue, a mi modo de ver, la personalidad más irradiante que tal vez haya habido en la Cristiandad.
La característica de un alma admirativa
Entre tantos predicados dignos de consideración, creo que es oportuno resaltar este aspecto del alma de San Francisco: su amor arrebatado por las cosas divinas, su encanto que llegaba al éxtasis, delante de las maravillas creadas por Dios y delante de la propia perfección del Creador.
Tengo por cierto que una parcela ponderable de la felicidad que nos es dado tener en esta Tierra – en este valle de lágrimas – consiste en maravillarnos con aquello que merece nuestro encanto, amor y admiración, y en hacer la donación de esos sentimientos al objeto de nuestro encanto. Bien entendido, esa admiración desinteresada y fervorosa debe dirigirse, por encima de todo y ante todo, a lo que representa para nosotros una expresión de Dios Nuestro Señor. Y, por lo tanto, tal encanto será, en último análisis, la manifestación de nuestro amor al Altísimo.
En ese sentido, es ilustrativo el hecho narrado por un literato: cierta vez llevó San Francisco a un amigo a ver, desde lejos, una aldea ya conocida por él. Llegaron a la cima de la colina y allá, de lo alto, después de divisar el bello escenario de montañas y campos que rodeaban la aldea, él le comenzó a indicar: “Aquella es la casa de Fulano, esa otra de Mengano, la otra de Zutano”. Sorprendido, el amigo le preguntó:
– Bueno, ¿y la suya cuál es?
– Ah, yo no tengo casa. No tengo nada. Sólo el panorama…
Se comprende: quien tiene el panorama, tiene más que el caserío, porque tiene el encanto y la capacidad de admirar aquella belleza superior como un reflejo de Dios. Es el gesto desinteresado de contemplar el escenario por el escenario, sin ventaja propia.
La necesidad de darse
Insisto en la idea del amor desinteresado a algo que se ama por tratarse de una manifestación de la grandeza de Dios. Y, por lo tanto, una disposición de alma que debemos cultivar para irrigar y alimentar nuestra vida espiritual, para aumentar nuestra capacidad de encanto por las cosas divinas.
¿Cómo saber si estamos siguiendo ese camino?
A mi modo de ver, el síntoma de que fuimos tocados por el rayo divino del encanto (1) es precisamente el hecho de sentir una necesidad de dar nuestro amor, abnegadamente, al objeto amado en cuanto tal y nada más. En el Gloria que se reza en la Misa, esa actitud de alma está muy bien expresada, cuando se dice: Os damos gracias, Señor, por vuestra inmensa gloria. O sea, amo tanto a Dios, porque Él es Dios, y le agradezco por el hecho de ser Dios como si fuese un favor inestimable hecho a mí, cuando la gloria y el beneficio son exclusivamente para Él. Yo, hombre, no participo de esa magnitud, a no ser como un adorador pequeñito en el fondo de un santuario, con los ojos fijos en el Tabernáculo.
Por lo tanto, hay cierta forma de encanto por la cual la persona quiere darse enteramente y no conservar nada para sí. Y hace de eso el ideal de su vida, de tal forma que coloca su felicidad en el hecho de haber ofrecido todo a Dios: “Señor, yo os traigo todo, no conservo nada para mí, me doy por completo.”
La perfecta alegría de San Francisco, expresión del encanto
Y, ¡oh, cosa inexplicable!, ¡oh, paradoja!: esa es la felicidad más auténtica que se puede tener. Lo prueba el ejemplo de los santos y el ejemplo del propio San Francisco de Asís. Él lo expresó de un modo perfecto, cuando, durante el trayecto entre una y otra casa de su orden, en tiempos de un invierno riguroso, su acompañante Fray León le preguntó en qué consistía la perfecta alegría, y San Francisco le respondió:
– Imagine que, al llegar al convento en medio de la noche, bajo una nieve intensa, con frío y hambre, al tocar la puerta, el hermano portero nos atienda irritado, nos amoneste con insolencias y no nos deje entrar. Entonces permaneciéramos a la intemperie, sufriendo los rigores del frío y el aguijón del hambre, aceptando todo con serenidad y resignación por amor a Dios: en eso estaría la perfecta alegría.
Pienso que no se podría comprender esa afirmación de San Francisco, a no ser en función del encanto. O sea, es un amor tal y una veneración tal por la orden franciscana y todo lo que ella representa, que un miembro de la misma, incluso después de recibir toda clase de maltratos e injurias en la puerta de uno de sus conventos, se deja tomar de encanto, como si exclamase: “¡Oh, morada de mi Beato Padre Francisco! ¡Oh, muros sagrados! ¡Oh, paredes! ¡Oh, contenido sacrosanto! ¡Oh, espíritu que aquí habita! ¡Con qué alegría yo, no pudiendo entrar, me quedo contento con estar afuera, imaginando lo que está adentro!” Ese es el encanto perfecto.
Imagen viva del encanto llevado hasta el último punto
Y por esa actitud de alma también se comprende que, por ejemplo, un franciscano pueda decir: “Ya no soy yo quien vive, sino mi padre San Francisco que vive en mí”. Claro que no significa que él dejó de existir materialmente, sino que el encanto de él por la persona de San Francisco llegó a tal extremo que, por así decir, él se transformó en otro San Francisco de Asís, asimiló y se identificó con la personalidad de su fundador. Del mismo modo como el propio San Francisco podía decir: “Ya no soy yo que vive, sino Cristo que vive en mí”. Así aquel religioso exclamaría: “Es Francisco que vive en mí, y, por medio de él, es Cristo que vive en mí. Yo morí, dándome por entero al ideal franciscano, transformándome en un hijo completo de San Francisco.”
A propósito, creo que una de las formas más sensibles de holocausto que hubo en la Historia – deliberadamente no digo que haya sido la mayor, ni la comparo con el ejemplo de Nuestra Señora, que está por encima de todos los conceptos – fue realizada por San Francisco de Asís. De hecho, el dulce Poverello se conformó tanto con la figura de Nuestro Señor Jesucristo, que llegó a quedar parecido físicamente al Divino Maestro, recibiendo inclusive los estigmas de la Pasión.
¿Cuál es el significado de esa semejanza?
Significa una unión tal que, por todo un conjunto de razones naturales y más aún sobrenaturales, él se transformó en otro Cristo: era la imagen viva del encanto practicado hasta el último punto.
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1) N. del T.: El Dr. Plinio utiliza la palabra portuguesa enlevo, que significa encanto, embeleso o arrebatamiento espiritual.
(Revista Dr. Plinio, No. 127, octubre de 2008, pp. 26-29, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 6.10.1967 y del 3.10.1970).
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