El que había llegado corriendo y arrodillado ansiosamente ante Nuestro Señor, salió de su presencia triste y abatido. Prefirió preservar sus bienes terrenales, despreciando –hecho inédito en el Evangelio– el “tesoro en el cielo” ofrecido por Dios mismo.
Redacción (13/10/2024 16:06, Gaudium Press) El Nuevo Testamento nos presenta innumerables ejemplos de la llamada hecha por el propio Jesús a los elegidos para ser sus Apóstoles. Ve a Mateo en la oficina del publicano y le dice: “Sígueme” (Mt 9, 9); En el camino a Damasco, San Pablo es arrojado al suelo y, al escuchar la voz que lo interroga, responde: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 9, 6); lleno de asombro tras la pesca milagrosa, Pedro se postra ante el Maestro, exclamando: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5,8), y escucha la promesa divina que “de ahora en adelante serás pescador de hombres” (Lc 5,10).
Al igual que Mateo, Pablo o Pedro, que inmediatamente abandonaron todo para seguir a este Maestro, nosotros debemos responder con prontitud, generosidad y alegría a la llamada que Jesús hace a cada uno de nosotros.
Esta es la enseñanza contenida en el Evangelio de este Domingo 28 del Tiempo Ordinario, como veremos a continuación.
Busca ansiosamente el camino de la salvación
San Marcos, tan sintético en otros pasajes, se detalla al narrar el episodio del joven rico. El primer verso contiene detalles interesantes que merecen especial atención.
“En aquel tiempo, cuando Jesús salía a caminar, alguien vino corriendo, se arrodilló ante Él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” (Mc 10,17)
Debido a que vino “corriendo” al encuentro de Nuestro Señor, podemos suponer cuán ansioso estaba este “alguien” por obtener lo que iba a pedir. Ciertamente había oído predicar a Jesús y, bajo el impulso de una gracia sensible, se dejó arrebatar por sus divinas enseñanzas. Con el objetivo, por un lado, de alcanzar la vida eterna y, por otro, sin estar seguro de merecerla, sintió, en lo más profundo de su alma, que Jesús era capaz de mostrarle con seguridad el camino a la salvación.
La misma pregunta que le hizo al Salvador habla en este sentido porque, como señala Didon, “revelaba una naturaleza superior y un alma sincera. Las doctrinas de la escuela sobre el mérito de las obras legales, sobre la santidad por la virtud de los ritos, no satisfacían su conciencia; ciertamente había oído al Maestro hablar de la vida eterna con un énfasis que lo había penetrado” [1].
“Jesús dijo: ‘¿Por qué me llamáis bueno? Sólo Dios es bueno y nadie más’” (Mc 10,18).
Esta respuesta sorprende a primera vista, pero pronto se comprenden las razones divinas que llevaron a Nuestro Señor a darla.
El Divino Redentor no quiso reprenderlo, sino llamar su atención sobre esta realidad: sólo Dios es Bondad y, por tanto, la bondad absoluta sólo existe en Dios. San Efrén enseña a este respecto que Cristo “rechaza el título de ‘bueno’, dado por un hombre, para indicar que Él tenía esta bondad adquirida del Padre, por naturaleza y generación, que no la tenía simplemente por el nombre”. [2]
Al llamarlo “Maestro Bueno”, el joven rico demostró que veía principalmente el lado humano del Mesías: su inteligencia, capacidad y sabiduría naturales. Ahora, Jesús quiere que se lo considere no sólo como Hombre, sino sobre todo como Dios. Y por eso le cuestiona: “¿Por qué me llamas bueno?”
Con esta pregunta lo invita a dar un paso más, como diciendo: “Estás viendo sólo mi lado humano, contempla también el divino. En el fondo, sin darme cuenta, me estás atribuyendo una divinidad que en realidad tengo, porque soy Dios. Toma conciencia de esto, comprende claramente esta realidad y, entendiéndola, ámala aún más”.
“’Tú conoces los Mandamientos: no matarás; no cometerás adulterio; no robarás; no darás falso testimonio; no harás daño a nadie; ¡Honra a tu padre y a tu madre!’ Él respondió: ‘Maestro, todo esto lo he observado desde mi juventud’”. (Mc 10,19-20)
Este versículo nos da un nuevo ejemplo de la divinidad de Jesús. No pregunta al joven si conoce los Mandamientos, sino que lo afirma con certeza. A quien ahora veía con sus ojos humanos, ya lo conocía, como Dios, desde toda la eternidad. Y sabía que practicaba la virtud, observando la Ley.
“Jesús lo miró con amor y le dijo: ‘Sólo te falta una cosa: ¡ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo! Entonces ven y sígueme’” (Mc 10, 21).
Cristo lo miró con amor y le hizo la misma invitación que había hecho a los Apóstoles: “ven y sígueme”. A aquel hombre que practicaba los Mandamientos, Dios le había reservado, desde toda la eternidad, la más alta vocación de seguir a Jesús. Para cumplirlo le pidió una renuncia: “Ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”; y le ofreció una recompensa infinita: “tendrás un tesoro en el Cielo”. A él le correspondía responder a esta llamada con total alegría y disponibilidad, como lo habían hecho Simón, Leví y tantos otros.
La causa más profunda de la recusa
“Pero al oír esto, se desanimó y se fue lleno de tristeza, porque era muy rico” (Mc 10,22).
No obstante, el mismo hombre que había llegado corriendo y arrodillado ansiosamente ante Nuestro Señor, se fue triste y “abatido”, porque “era muy rico”, y prefirió conservar sus bienes antes que seguir su vocación, despreciando el “tesoro del Cielo” que el mismo Mesías le había ofrecido. Se trata de un hecho sin precedentes, ya que los evangelistas no informan de una negativa similar a ésta.
No pensemos, sin embargo, que el apego a las riquezas fue la causa principal de su deserción. El joven rico había practicado los Mandamientos desde su infancia, pero no a la perfección. Había descuidado especialmente el primero y más fundamental: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5). Como comenta el conocido y mencionado biblista Lagrange, los preceptos que le mencionó Nuestro Señor “bien pueden observarse sin heroísmo. Si Jesús le hubiera preguntado si amaba a Dios con todo su corazón, se habría sentido mucho más embarazado” [3].
El gran pecado de este hombre no fue el de avaricia, sino el de orgullo. Al ser invitado a seguir a Nuestro Señor y sentir su propia debilidad e insuficiencia, debería haber pedido ayuda. Ante tal acto de humildad, Jesús le habría dado gracias sobreabundantes para responder a la llamada. Y hoy podríamos tener una fiesta en el Calendario Romano dedicada al joven rico, que se hizo pobre para adquirir una mucho mayor riqueza: ¡ser el decimotercer Apóstol!
Sin embargo, no supo reconocer que, si practicaba los Mandamientos, no era por su fuerza personal, sino por la gracia divina. Y que sin la ayuda de la gracia no podría despreciar las riquezas y seguir a Jesús.
La liturgia de este domingo nos plantea una cuestión decisiva para nuestra vida espiritual: ¿hasta qué punto está nuestra alma de la actitud del joven rico? Si Cristo nos invitara hoy a seguirlo, ¿cómo le responderíamos? ¿Gritaríamos de alegría, como Samuel: “Præsto sum — Aquí estoy” (I Sam 3, 16)? ¿O, abrumados por la tristeza, rechazaríamos la invitación de nuestro Salvador?
Cuando llegue este llamado –y puede que llegue en un momento inesperado– seremos mucho más capaces de responder afirmativamente si nos hemos preparado con anticipación. Para ello es necesario que, en todas las circunstancias de la vida, nuestro corazón esté en búsqueda del Divino Maestro, combatiendo el apego a los bienes terrenales, avivando constantemente el fuego del amor a Dios y planteando la pregunta de San Pablo en el camino a Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga? (Hechos 9, 6).
Extraído, con adaptaciones de:
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 4, p. 421-435.
Por Guilherme Motta
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[1] DIDON, OP, Henri-Louis. Jésus-Christ. Paris: Plon, Nourrit et Cie, 1891, p.616.
[2] SAN EFRÉN DE NÍSIBE. Comentario al Diatessaron, 15, 2, apud ODEN, Thomas C.; HALL, Christopher A. (Ed.). La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Evangelio según San Marcos. Madrid: Ciudad Nueva, 2000, v.II, p.198-199.
[3] LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ed. Paris: Lecoffre; J. Gabalda, 1929, p.266
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