martes, 14 de enero de 2025
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San Juan Bautista, el Heraldo del Mesías

No hizo milagros, pero por su predicación, y por el ejemplo de su vida, atraía hacia la conversión. Vínculo de unión entre Antiguo y Nuevo Testamento.

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Redacción (13/01/2025, Gaudium Press) Nos encontramos [ayer] en la Solemnidad del Bautismo del Señor. Los Evangelios nos presentan la persona ascética del Bautista, con sus vestidos evocativos de los antiguos profetas de Israel y su austeridad de vida. Los judíos llegaron a pensar que estaban ante el Mesías esperado. Varón singular, cuya predicación marca el final del Antiguo Testamento y da comienzo al Nuevo.

El Heraldo tuvo un padre momentáneamente mudo

No temas, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan” – dijo el celestial mensajero a su padre Zacarías -, “será grande a los ojos del Señor” e “irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías” (Lc 1, 13.15.17). Sin embargo, por haber dudado en ese instante de la promesa, se quedó mudo.

San Lucas narra a continuación el encuentro entre la Madre del Mesías con la madre del Precursor. Al oír el saludo de María, Isabel sintió que la criatura «saltaba de alegría» en su vientre (Lc 1, 26-45). Al nacimiento seguía la circuncisión, a ella se asociaba la imposición del nombre, inscripción del recién nacido en el catálogo de los hijos de Israel. Parientes y vecinos querían darle el nombre de su padre, Zacarías, pero Isabel intervino: “¡No! Se va a llamar Juan”. Le replicaron que en su familia nadie se llamaba así. Consultado, Zacarías escribió en una tablilla: “Juan es su nombre”. Enseguida recuperó el habla que había perdido (Lc 1, 58-63). Dios lo curó de su mudez, lo llenó del Espíritu Santo y lo elevó a las alturas del profetismo poniendo en sus labios el bellísimo cántico del Benedictus: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo” (Lc 1, 68-69). Finalmente, fijando los ojos en su hijo, profetizó trémulo de emoción: “Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos” (Lc 1, 76).

Poco conocemos de sus primeros años: “El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel” (Lc 1, 80). Según San Mateo, vivió oculto a los ojos del mundo en el desierto de Judea, llevando a cabo su noviciado.

En las sinagogas los rabinos garantizaban al pueblo que el Mesías no tardaría en aparecer. Citaban la profecía de Daniel: “Setenta semanas están decretadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa; para poner fin al delito, cancelar el pecado y expiar el crimen, para traer una justicia eterna, para que se cumpla la visión y la profecía, y para ungir el santo de los santos” (9, 24).

Eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento

Como eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, “por aquellos días, Juan el Bautista se presenta en el desierto de Judea, predicando” (Mt 3, 1). Cuatrocientos años sin profeta, despertaron en el pueblo hambre de profecías, “toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán” (Mt 3, 5) venía a su encuentro. “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1, 6-7). Israel se estremeció: “¡Surgió un profeta!”.

Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Mc 1, 4). Lo hacía en el río Jordán en un rito de inversión figurativo de la conversión a la que exhortaba. Lo primero que exigía era el arrepentimiento. Una metanoia, un cambio completo de mentalidad y de alma, un rechazo al pecado en lo más profundo del propio ser. Exhortaba a una conversión sincera.

No realizó ningún milagro, le bastaban la fuerza de sus palabras y el ejemplo de su vida. “Voz del que grita en el desierto” (Lc 3, 4), toda su enseñanza se centraba en una exhortación: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos” (Mt 3, 2).

De su solitaria vida sólo se sabe que: “llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura” (Mt 3, 4). Podemos imaginarlo alto, delgado, fuerte, de mirada ardiente y cargado de misticismo; lleno de bondad, tono de voz viril y melodiosa. Sus alimentos fueron saltamontes y miel silvestre. Al modo de los nazarenos, ostentaba larga y majestuosa barba y su cabello caía sobre los hombros. Enseñaba con el ejemplo lo que predicaba con la voz.

Su bautismo no perdonaba los pecados como el sacramento del Bautismo borra la mancha del pecado original, y el de la Penitencia perdona los pecados personales. Era un símbolo exterior que representaba el cambio de vida y la limpieza de corazón, a las que exhortaba.

Llega la hora del encuentro entre Precursor y Mesías

Llegaba la hora de darse ante el pueblo judío la conjunción entre el Precursor y el Mesías. Juan no lo conocía más que por las comunicaciones del Espíritu Santo, sus ojos nunca lo habían visto. Anhelaba el feliz momento de contemplar el rostro del Salvador y oír su voz.

Tal vez unos seis meses después del comienzo de la predicación de Juan, Jesús se habría unido a alguna caravana rumbo al Jordán en busca del profeta. Pasaba por uno más entre miles. Poco nos relatan los Evangelios sobre ese encuentro. El Bautista había afirmado: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posar se sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’” (Jn 1, 33).

Mientras preparaba a penitentes para que recibieran el bautismo, fijó de repente la mirada sobre un varón cuyo aspecto le hizo estremecer, como años antes se había conmovido en el seno materno por la presencia del Salvador. Un instintivo movimiento lo empujaba hacia Él. Sin embargo, cuando iba a arrojarse a sus pies, Jesús lo detiene, y Juan le dice: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?” (Mt 3, 14). Jesús respondió con las primeras palabras de su vida pública: “Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia” (Mt 3, 15). Juan lo comprendió y no se opuso a la voluntad del Maestro.

Apenas lo bautizó, “se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él” (Mt 3, 16). Al mismo tiempo, se escuchó la voz del Padre celestial que decía estas memorables palabras: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17).

Ahora el Bautista podía dar – como heraldo que era – nuevo testimonio de Jesús: “yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios” (Jn 1, 34). E insistía: “Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él. […] Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar” (Jn 3, 28.30).

Vemos así cómo, desde su milagroso nacimiento hasta después de su muerte, a San Juan Bautista, el Heraldo del Mesías.

(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 12 de enero de 2025).

Por el P. Fernando Gioia, EP

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