lunes, 03 de febrero de 2025
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Presencia real… ¿fugaz o permanente?

Hay una cierta manía de novedades sumada a un relativismo, en la consideración de la Eucaristía.

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Redacción (03/02/2025 15:25, Gaudium Press) En nuestros días se verifica una cierta deriva –mejor sería decir una deriva cierta– en algunas opiniones volcadas en escritos y declaraciones por parte de quienes pasan por teólogos, biblistas o peritos en liturgia… como si para hacer valer esos títulos, además del diploma de rigor, no fuese necesaria la fidelidad a la Revelación y al Magisterio. Porque a la “manía de novedades” que ya León XIII evocaba en el título de su encíclica “Rerum novarum”, se suma en los tiempos actuales un tenaz relativismo doctrinario y práctico.

Consideremos que un error no es irrelevante cuando atenta contra un punto central de la fe y pasa a tomar aires de ciudadanía en el cuerpo eclesial.

Pues bien, de modo explícito o insinuado, hay quienes sostienen que, dado que la Eucaristía fue instituida para ser alimento, solo se concibe darle culto apropiado en el marco de una Misa y recibiéndola en comunión. Esto equivale a suponer que la adoración fuera de la celebración no tiene mayor sentido. Cuando mucho, conciben la reserva del pan consagrado en un sagrario para llevarlo a los enfermos y… punto final. Eso de adoración solemne, procesiones con el Santísimo, vigilias nocturnas, ¿para qué, si en ellas no hay consagración ni comunión? Pues sí, en nuestros días hay quienes piensan así.

Innovaciones que deslegitiman obras

Algunos de esos innovadores van más lejos y llegan a sostener que la presencia real de Jesús se da solo en el momento en que la asamblea está reunida; acabada la celebración, se acaba la presencia. Suponen que esa noción se ajusta con lo dicho en el Evangelio: “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Esa es su pobre, pobrísima, exégesis. Si esto fuera así, las asociaciones y carismas que promueven la adoración eucarística – por ejemplo, nuestra Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia – serían una extravagancia que una espiritualidad responsable irá limitando hasta lograr su extinción…

Dejemos de lado, y bien distante, la manía de novedades y las opiniones temerarias, y vayamos a las aguas límpidas de la doctrina católica, diciendo que el culto de adoración dado a la Eucaristía es una consecuencia lógica e inmediata del dogma de la Presencia Real. Desde su institución en la Última Cena, es incuestionable que la Eucaristía debe ser tenida en cuenta como el Emanuel, el Dios con nosotros. Lo que no sea eso, es demolición de dogma eucarístico y del mismo Evangelio.

Como una saludable reacción a los errores protestantes, en el siglo XVI la catequesis eucarística fue implosionada y con ella el culto a la Santa Hostia. En nuestros tiempos, el último Concilio Vaticano reafirma sin ambages la permanencia de Cristo en la Hostia consagrada, por ejemplo, en los números 5 y 18 del Decreto Presbyterorum Ordinis. También el “Credo del Pueblo de Dios” de Pablo VI reza entre otras verdades de fe: “(…) La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos”. ¿Se puede hablar más claro?

A su vez, otro importante documento posconciliar, el “Catecismo de la Iglesia Católica”, dice en su tópico 1377: “La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura también mientras subsistan las especies eucarísticas”.  A bien decir, todos los Papas y todos los Concilios dan por supuesta la excelencia de la adoración eucarística fuera de la Misa.

Hay que retomar la piedad eucarística

Es triste constatar hasta qué punto la inapetencia hacia la Eucaristía campea entre los bautizados. ¿Quién no se acuerda que, aún en décadas recientes, al pasar frente a una iglesia las personas se santiguaban y, si podían, entraban para hacer una rápida visita al Santísimo? Esos gestos sencillos y al alcance de todos van muriendo, los templos son cada vez menos frecuentados, cuando no se mantienen cerrados, o se profanan o se venden. Se cuenta que cierta vez un incrédulo confidenció a un sacerdote: “Me sorprende la indiferencia de los católicos por la Eucaristía. Si yo creyese en la presencia real, iría todos los días a arrodillarme ante Él”. Con sinceridad o con mofa, esa fue su declaración.

En todo caso, no se duda del pleno ajuste del culto eucarístico fuera de la Misa. Esta práctica tiene sólidos fundamentos en la reflexión teológica, en la veneración con que las especies sacramentales siempre han sido tratadas, en los frutos de santidad a que dio origen. Además ¡de cuántos milagros eucarísticos está regada la historia del cristianismo!

Recientemente la pastoral de la Iglesia ha puesto oportunamente en relieve el culto de la Palabra, incluso en celebraciones fuera de la Misa. Pero ¡cuánto más apropiado es que sea dado culto a la Palabra hecha carne! Porque la adoración eucarística no es una devoción más, como, por ejemplo, el rezo del Vía Crucis o los sufragios por las almas del Purgatorio, que son, por cierto, devociones excelentes y tan recomendables.

“Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, hagan esto en conmemoración mía”, palabras inequívocas dichas por Jesús horas antes de expirar, fueron como sus últimas voluntades, su testamento. Al día siguiente, desde la Cruz, nos dejaría también a su Madre. ¡Qué preciosos legados, la Eucaristía y María!

Al decir “este es mi cuerpo, esta es mi sangre” ¿habría Jesucristo escogido ese momento solemne para hablar de ficciones, engañar a sus discípulos, y arrojar a la Iglesia en la idolatría?

En desagravio por los errores y confusiones que corren a propósito de la Eucaristía, concluyamos diciendo la oración que él Ángel de Portugal enseñó a los pastorcitos de Fátima: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”.

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)

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