Nuestro Señor nos pide que lo imitemos actuando hacia los demás como Él actuó hacia nosotros, sin imponer límites al amor.
Redacción (23/02/2025, Gaudium Press) El impactante discurso del Salvador hace una alusión inequívoca a la regla de intereses practicada en el mundo donde reina el pecado, es decir, actuar por estricto interés recíproco: do ut des – doy para que tú me des. Matizando su pensamiento y utilizando enseñanzas sublimes y persuasivas para penetrar en los corazones más íntimos de sus oyentes, el Divino Maestro deja de lado los razonamientos humanos y emplea un argumento teológico irrefutable.
Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. (Lc 6, 32-36).
La ley de la caridad
En este Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, Nuestro Señor deja claro que a los auténticos hijos de Dios no les está permitido imitar la conducta de los pecadores, contentándose con la ley de los hombres terrenales. Sin embargo, si «también los pecadores están de acuerdo a corresponder al afecto, aquel cuyas convicciones son de orden superior debe también inclinarse más generosamente hacia la virtud, hasta llegar a amar a quienes no lo aman» [1]. Por tanto, es necesario abrazar el modelo que es el Padre mismo, actuando como lo hace, reproduciendo en sí mismo los rasgos del hombre celestial, del segundo Adán, como nos enseña san Pablo en su primera carta a los Corintios, contemplada por la liturgia de hoy (cf. 15, 45-49).
En labios del Mesías, la caridad encuentra su fórmula ideal, no sólo opcional, sino obligatoria. Sin embargo, debido a nuestras malas inclinaciones y nuestra naturaleza vengativa y propensa al pecado, este pasaje del Sermón del Monte serviría como nuestra condena si Dios no nos ayudara con su mano poderosa. Por eso santa Teresa exclama: “¡Cómo las enseñanzas de Jesús son contrarias a los sentimientos de la naturaleza! Sin la ayuda de la gracia sería imposible no sólo ponerlos en práctica, sino incluso comprenderlos”. Sin embargo, la existencia de tantos santos, que constituyeron un evangelio vivo a lo largo de dos mil años de Historia de la Iglesia, nos muestra cómo esto es posible.
“Dios es bondadoso con los ingratos y malos”, dice Nuestro Señor en este pasaje. En efecto, a excepción de Cristo, en su Santísima Humanidad, de Nuestra Señora y de San José, únicas criaturas perfectas, cada uno de nosotros puede reconocerse entre estos ingratos, pagando con insuficiencias, si no con pecados, los innumerables beneficios recibidos de la infinita liberalidad del Creador. Él, sin embargo, “no nos trata como exigen nuestras faltas, ni nos castiga en proporción a nuestras faltas” (Sal 102, 10).
La medida de nuestro amor fraternal
“Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes”. (Lc 6, 38).
En aquella época no era tan común como hoy utilizar bolsas o cestas para transportar más cómodamente los artículos adquiridos en el mercado. Como los judíos vestían túnicas muy holgadas, la costumbre de los vendedores, trabajadores manuales o compradores era levantar la túnica hasta la altura de las rodillas, con la cintura sujeta por un cinturón. Luego se formaba una “bolsa alrededor de la cintura, donde el viajero llevaba su dinero y provisiones”,[2] como granos, harina, frutas y otros artículos.[3] En el comercio, como en nuestra época, era común que algunos vendedores cometieran fraude para obtener más ganancias. En ocasiones colocaban una medida tan etérea en el regazo del cliente que, cuando éste llegaba a casa y comprobaba la cantidad del producto adquirido, comprobaba que había recibido mucho menos de lo pagado. Muy distinta era la situación cuando el cliente disfrutaba de la amistad del comerciante: éste, al medir la mercancía, la apisonaba y la estrujaba para que cupiera más, provocando que el recipiente se desbordara.
Con este ejemplo elocuente, tan familiar y accesible a sus oyentes, el Maestro mostró cómo la generosidad dada a los demás atrae sobre nosotros las bendiciones del Cielo y la abundancia de los dones divinos, “con ese exceso de recompensa que corresponde a los dones de Dios, en relación con los hombres”[4].
¿Cómo nos amó nuestro Señor?
Muy sabias son las palabras del P. Monsabré al respecto: “Acerca tu oído al pecho de Jesús y oirás su corazón, arpa sagrada, cantar, en todos los tonos, conmovedores himnos de amor apasionado”[5]. Amor que lo impulsaba a perdonar los pecados de todo aquel que se acercaba a Él, a curar cualquier tipo de enfermedad, a remediar los peores males, a buscar la compañía de los pecadores, a interesarse por ellos, a entregarse continuamente en favor de cada uno. Mientras el pueblo dormía y ya no lo buscaba para obtener de Él algún beneficio, Él huyó a la cima de una montaña, donde permaneció en profunda oración al Padre, intercediendo por la humanidad pecadora.
Por si fuera poco, Él eligió para sí la prisión, el juicio injusto, los azotes injustos, la corona de espinas y, finalmente, la más ignominiosa de las muertes, por amor a nosotros. “Ningún afecto ha sido más puro en sus intenciones, más constante en su duración, más rico en sus dones, más inefablemente tierno en su afecto. Ningún amor ha sido más magnánimo en sus ambiciosas empresas, más vasto en su extensión, más fructífero en sus obras, más independiente y más libre en sus actos, más generoso en sus sacrificios, más delicado y de mayor bondad»[6].
A nosotros, que comprendemos fácilmente que el Salvador dio su vida por los hombres, nos pide que lo imitemos, actuando con los demás como Él actuó con nosotros, y sin imponer límites al amor. Esta debe ser la característica de la relación entre los bautizados.
Invitación al amor ilimitado
No seamos sordos a esta invitación divina. Depositemos nuestra confianza en María Santísima y abracemos el ejemplo admirable del Dios-Hombre, que no dudó en dar hasta la última gota de sangre y linfa por cada uno de nosotros. Si vivimos en esta posición de espíritu, será posible crear un ambiente de bondad y respeto que anime a practicar la virtud, porque, según palabras del Apóstol, “el amor es vínculo de perfección” (Col 3, 14). Sólo así construiremos una civilización más cristificada y, cuando completemos el curso de esta vida, se nos abrirán las puertas del Cielo.
Extraído, con modificaciones, de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Lo inédito sobre los evangelios: comentarios sobre los evangelios dominicales. Ciudad del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 6, pág. 99-105.
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[1] AMBROSIO DE MILÁN. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L.V, n.75. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p.265-266.
[2] GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Introducción, Infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.I, p. 138.
[3] Cf. LAGRANGE, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Luc. 4.ed. París: J. Gabalda, 1927, p. 198.
[4] Ibid.
[5] MONSABRÉ, Jacques-Marie-Louis. Exposition du Dogme Catholique. Perfections de Jésus-Christ. Carême, 1879. París: L’Année Dominicaine, 1892, p. 135-136.
[6] LE DORÉ, Ange. Le Sacré Cœur de Jésus, son amour. Paris: Lethielleux, 1909, p. 151.
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