martes, 04 de marzo de 2025
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Liturgia dominical: El fruto de la generosidad

Podemos conocer la sinceridad de nuestra entrega a Dios por los frutos que nacen en nuestro corazón.

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Foto: Tamara Malaniy/ Unsplash

Redacción (02/03/2025 08:56, Gaudium Press) Al tomar la figura de los frutos que nacen de árboles buenos y malos, Nuestro Señor compone una imagen espléndida para ilustrar un principio que hoy puede parecernos evidente. Sin embargo, antes de Él nadie había tenido la sabiduría de afirmarlo:

“No es buen árbol el que da malos frutos, ni es árbol malo el que da frutos buenos. Cada árbol se reconoce por sus frutos. No se recogen higos de los espinos, ni uvas de los abrojos” (Lc 6,43-44).

Buenos y malos frutos que nacen del corazón

Queda claro, con este ejemplo, que no hay diferencia entre lo que uno es y lo que hace. El mismo Jesús dirá, más adelante, reprendiendo la maldad de los fariseos a la luz de su testimonio: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Pero si las hago, aunque no me creáis, creedme por las obras que hago» (Jn 10, 37-38). ¿Cuáles fueron, por ejemplo, las obras de los fariseos? Una aplicación de la Ley tan despiadada que dejó a todos con la espalda encorvada de tanto sacrificio, y nadie fue capaz de cumplirla a la perfección. ¿Cuáles fueron las obras de Nuestro Señor? Una nueva doctrina, confirmada por milagros, resurrecciones, expulsiones de demonios, etc. En otras palabras, las obras dieron a conocer quiénes eran.

La ausencia de higos en los espinos o de uvas en las plantas espinosas muestra que lo que sale de un árbol es algo definidamente bueno o malo, pues nunca puede haber fruto alguno que contenga veneno y sirva de alimento al mismo tiempo. Podemos aplicar esta verdad a las intenciones del corazón, porque aunque son impenetrables para terceros, tarde o temprano se manifiestan a través de nuestras acciones.

Nadie puede pretender ser virtuoso cuando peca interiormente, porque su falsedad pronto quedará al descubierto: “el hombre actúa según lo que es en realidad; aunque utilice algún artificio disimulado, sus acciones y palabras son el reflejo exacto de lo que es en lo más profundo de sí mismo.” [1] Por eso, nunca debemos intentar conciliar las buenas prácticas con las reprobables, tratando de establecer un puente entre Dios y el diablo. Así como no nos alimentamos de espinas, tampoco podemos asimilar la mala doctrina, ni permitir que el espíritu del mundo entre en nuestras obras apostólicas, como pretenden algunos.

Al respecto, san Agustín enseña: “La doctrina de Cristo, creciendo y desarrollándose, se mezcló con buenos árboles y malas zarzas. Los buenos predican y los malos predican. Observa de dónde viene el fruto, de dónde se origina lo que te nutre y lo que te aflige; Ambas cosas están mezcladas a la vista, pero la raíz las separa.” [2] Este criterio infalible nos indicará siempre la verdad, porque, como concluye Don Chautard: “Dios debe […] quitar al apóstol, lleno de arrogancia, sus mejores bendiciones para reservarlas para la rama que reconoce humildemente que sólo puede sacar su savia del Tronco divino.” [3]

El fruto de la generosidad

Por otra parte, sabemos que la entrada en el Reino de los Cielos se concede a los buenos según los frutos presentados. A través de ellos se conocerá la sinceridad de nuestra entrega a Dios. Ya que Él toma la iniciativa de amarnos por su propia voluntad, arrancándonos del polvo y elevándonos a la más alta cima sobrenatural, la vida de la gracia, ¿cómo le pagaremos? Este es el domingo de la liturgia de la generosidad, de nuestra respuesta a Dios por todo lo que nos da.

Teniendo presente que estos frutos se refieren también al modo como conducimos al prójimo por los caminos de la salvación, pidamos la intercesión insuperable de María Santísima, para que obtengamos de Ella la gracia de transformarnos en discípulos que restituyan todo lo que hemos recibido de Dios y, más aún, en hijos cuya vida pueda compararse al cristal colocado en la custodia: un mero instrumento que no impide a los fieles contemplar a Jesús-Hostia, sino que, por el contrario, se revela de mejor calidad cuanto más transparente es.

Seamos auténticos seguidores de Nuestro Señor y devotos hijos de la Iglesia que se esfuerzan por difundir por el mundo la luz recibida de lo Alto, y así de nuestro interior surgirán toda clase de buenos frutos, porque «cuando los hombres se deciden a cooperar con la gracia de Dios, se obran las maravillas de la Historia».[4]

Extraído, con adaptaciones, de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 6, p. 116-117, 121

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[1] MONLOUBOU, Louis. Leer y predicar el Evangelio. Santander: Sal Terræ, 1982, p. 162.

[2] AGUSTÍN DE HIPONA. Sermo CCCXL/A, n. 10. In: Obras. Madrid: BAC, 1985, v. XXVI, p. 37.

[3] CHAUTARD, Jean-Baptiste. A alma de todo o apostolado. São Paulo: FTD, 1962, p. 35.

[4] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p.132.

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