miércoles, 26 de marzo de 2025
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Anunciación y Encarnación: la victoria de María

La humildad de María, renunciando a la maternidad haciendo el voto de virginidad, llevó a Dios a concederle el mayor privilegio concedido a una mujer: ser Madre del Mesías, Jesús, el Hijo de Dios.

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Redacción (25/03/2025, Gaudium Press) A primera vista, la vida de Nuestra Señora estuvo marcada por el absurdo, desde la infancia: ella quería permanecer enteramente consagrada a Dios en el Templo, pero tuvo que regresar al mundo; había prometido al Señor permanecer virgen, pero tuvo que casarse; aunque fuese santísima, la Encarnación la convirtió en elemento de terrible prueba para San José, cuya santidad única era inferior sólo a la de su Esposa inmaculada…

Este camino de pruebas paradójicas y paroxísticas, en el que María caminó entre absurdos y sinsentidos, escondía la incalculable predilección de Dios por una misión cuya estatura no era proporcionada con lo creado, sino sólo al Creador.

En efecto, la Maternidad Divina consiste en otra paradoja: Dios, aunque omnipotente, necesitó verdaderamente a la Santísima Virgen. No por absoluta necesidad, sino porque Él lo quiso, ya que es parte del gobierno de la Providencia subordinar la realización de sus planes a la aceptación de las criaturas elegidas para llevarlos a cabo.

¡Por tanto, Dios dependió de María para que Nuestro Señor Jesucristo fuera quien fue!

¿Qué pasaría si Nuestra Señora se hubiera negado a hacerlo? Es imposible de calcular. Sólo podemos conjeturar: toda la Historia quedaría arruinada y nada bueno habría sucedido. De la barbarie que ya reinaba en aquel entonces, la humanidad se desplomaría en la desintegración; los hombres irían deslizándose de una ingratitud a otra hacia el Creador, hasta revueltas cada vez más atrevidas, deletéreas y autodestructivas. Y a esta rampa en constante aceleración, valdría la pena añadir la creciente indignación de Dios contra la humanidad y los castigos que vendrían después…

El Fiat

Por lo tanto, el “¡fiat!” de Nuestra Señora tuvo lugar en el momento de la bifurcación cumbre de la Historia, en la que se decidía entre milenios de desgracias y milenios de gracias.

Cuando San Gabriel le narró que el Señor estaba preparando, muchos siglos después, un período en que la Sangre de su Divino Hijo daría sus frutos más excelentes, María experimentó gran alegría y consuelo, obteniendo la fuerza que buscaba para dar su respuesta…

Le fue revelado que, por expreso deseo de la Santísima Trinidad, Ella reinaría eficazmente sobre todos los hombres, lo que le daría ocasión de ofrecer a Dios la gloria que su ardiente e Inmaculado Corazón deseaba.

Sin embargo, para adquirir –como Corredentora y Mediadora Universal– la nueva era de gracias, Ella tendría necesidad de cargar sola con el peso acumulado de varios milenios de pecados, ingratitudes e infidelidades, superando todo mal anterior con el esplendor de su inmaculada santidad.

Así, recordando su promesa, Dios perdonaría al hombre su primera desobediencia y obraría un misterio de misericordia inaudito, del que la Encarnación constituiría solo el primer capítulo: la fundación de la Iglesia, la institución de los sacramentos, la compañía del Redentor “hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), la inmortalidad de su Cuerpo místico, la garantía de un clero fiel… Sin duda, todos estos dones fueron ganados por Cristo en la cruz, pero solo se encarnó porque María contribuyó fielmente con el designio divino, sufriendo lo indecible por nuestra salvación. Sólo en el Juicio Final podremos tener una idea de cuánto le costó a la Santísima Virgen semejante futuro de gracias…

Ahora bien, una vez comprado, este futuro se hace irreversible. Y es imposible medir su alcance porque, de todas las maravillas reservadas por Dios en el Corazón de Nuestra Señora, la parte más hermosa está aún por venir. Todo lo que el Altísimo prometió, lo cumplirá en María y por María. Confiemos y esperemos, porque “nadie ha imaginado lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” (1 Co 2,9).

Texto extraído, con adaptaciones, de la Revista Arautos do Evangelho n.º. 219, marzo de 2020.

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