miércoles, 02 de abril de 2025
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Devociones… e impiedades

¿Qué tengo yo ¡Oh divino Prisionero!, que Tú no me hayas dado? / ¿Qué sé yo, que Tu no me hayas enseñado?

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Redacción (01/04/2024, Gaudium Press) Encima del obelisco de la plaza de San Pedro hay una cruz que evoca el lema de los cartujos: “Mientras el mundo gira, la cruz permanece de pie” ¡Cuánto giran en nuestros días las cosas en el mundo! Arrodillados en espíritu ante Jesús Hostia, decimos: ¡Mientras todo gira, y a veces locamente, la Eucaristía permanece y fulgura en la Iglesia inmortal!

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En un devocionario que cuenta con una carta de encomio del Papa Benedicto XV fechada en el año 1917, me deparé con una plegaria dirigida a Jesús Eucaristía que resulta apropiada para los tiempos de Cuaresma, Semana Santa y Pascua que estamos viviendo.

Antes de transcribirla, un comentario que parecerá nostálgico, más que en realidad es de desconcierto y de inconformidad. ¿Cómo es que fueron desapareciendo esos libritos de piedad, subsidios útiles para la vivencia de la fe de que se servían nuestros abuelos? En la mesa de noche, en algún bolsillo, en la cartera o en el portafolio, el pequeño vademécum solía estar a mano.

Lo cierto es que, de un tiempo para acá, mientras había quienes proclamaban que una espiritualidad más “comprometida” y adulta dispensa muchas de esas letanías, novenas y lecturas piadosas contenidas en los devocionarios, se dio que numerosísimos bautizados pasaron a vivir totalmente al margen de Dios y de la Iglesia. ¿Estadísticas? ¿Para qué recurrir a ellas si ese fenómeno es de dominio público?

Es verdad que los devocionarios no son indispensables para la práctica de la religión; pero ¡cuánto contribuyeron para su enriquecimiento! En todo caso, no se debe generalizar ni tampoco dramatizar; la religiosidad permanece siempre viva y se desarrolla, inclusive como saludable reacción a la irreligión. Después de este desahogo, vamos a la oración. Leámosla pausadamente:

¿Qué tengo yo ¡Oh divino Prisionero!, que Tú no me hayas dado?

¿Qué sé yo, que Tú no me hayas enseñado? ¿Qué valgo yo, si no estoy a tu lado? ¿Y qué merezco yo, si a Ti no estoy unido?

¡Perdóname los yerros que he cometido! Me creaste sin que lo mereciera, y me redimiste sin que te lo pidiera. Mucho hiciste en crearme, Mucho en redimirme, y no serás menos poderoso en perdonarme.

Pues la cuantiosa sangre que derramaste y la acerba muerte que padeciste…

no fue por los ángeles que te alaban, sino por mí y los pecadores que te ofenden. Si te he negado, déjame reconocerte; si te he injuriado, déjame alabarte; si te he ofendido, déjame servirte. Porque es más muerte que vida la que no está empleada en tu santo servicio. Amén.

Este texto podrá meditarse junto el “Divino Prisionero” expuesto en la custodia, reservado en el sagrario o estando en nuestro pecho después de comulgar. Será una ayuda para elevar la mente y el corazón al Señor.

Ayuda… ¿de qué valor? Es claro que no estamos ante un poema místico de un San Juan de la Cruz, ni de un escrito propio de ser laureado por alguna academia de letras, lejos de eso. Digamos tan solo que el estilo de la composición es sobrio y sin pretensiones líricas, aunque la poesía se insinúa. El mensaje es piadoso y plenamente teológico. Esta sencilla oración focaliza realidades sobrenaturales propias a mover la voluntad e inflamar los sentidos. “Me creaste sin que lo mereciera, me redimiste sin que te lo pidiera; mucho hiciste en crearme, mucho en redimirme, y no serás menos poderoso en perdonarme…” ¡lindos pensamientos y cuán consoladores!

Ahora, sucede que solemos desconsiderar muchas verdades sabidas, precisamente porque son conocidas y evidentes; hasta pueden llegarnos a parecer infantiles de tan elementales, cuando a menudo son la roca sobre la que se construye un edificio de valor. Y, lo peor, es que a veces se corre atrás de utopías o caprichos para satisfacer la sed de Dios. Por ejemplo, hay una “moda”, ya algo rancia, pero que aún campea en ciertos medios eclesiales: interesarse por espiritualidades ajenas al cristianismo como la creencia en la reencarnación o la práctica del yoga, cuando tenemos extraordinarios tesoros en la Revelación y en el Magisterio de la Iglesia que son más que suficientes para colmar nuestras ansias de bienaventuranza ¡la Eucaristía, por ejemplo!

Sí, los devocionarios de nuestros mayores, con sus rezos y lecciones, nos hacen falta. Alguno dirá por ahí que el celular o el móvil puede remplazar al devocionario, pues en él se consigue almacenar y transmitir oraciones y lecturas piadosas; se sabe que hay personas que utilizan el teléfono para orar… Pero ¿se precaven de todo el veneno que circula en las redes sociales? ¿Qué filtro o garantía contra eso tienen en sus móviles, donde “cohabitan” — la palabra no es ajustada — Dios y el diablo? Los devocionarios solían contar con un imprimatur de una autoridad eclesiástica competente y, eso sí, estaban a años luz de ser ocasión próxima de pecado… Y ¿qué decir de la llamada “inteligencia artificial” (IA), dos términos que no cuajan juntos, con la cual también dicen rezar algunos originales?

En todos los tiempos – hoy parece que ya no es tan así – “inteligencia” fue sinónimo de talento y de argucia, mientras que la palabra “artificial” evocaba simulación o precariedad, al menos en su acepción más corriente. Ni hablemos de las consecuencias de seguir piadosamente los dictámenes del artefacto. Hasta hay un “bonzo” de la IA que profetizó que vendría la “era de las máquinas espirituales”, un verdadero disparate. Robótica y devoción son cosas que tampoco se coadunan. Si la práctica religiosa decae, no será la tecnología que vendrá en socorro de la fe católica y teologal, no de la fe artificial…

En ocasiones, la religiosidad en el pasado pudo tener lagunas como falta de substancia o exceso de sensiblería. Hoy la incredulidad galopante va ganando los corazones y sepultando los anhelos de vida eterna. Sí, el mundo gira locamente, pero la Cruz está siempre de pie y el banquete eucarístico se sirve a diario, lo que es prenda de esperanza y de victoria.

(Artículo aparecido originalmente em www.opera-eucharistica.org)

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

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