Huyendo de la persecución del emperador Diocleciano, Julita y su hijo Ciro parten de Iconio a Seleucia. Pero allí los esperaba un tirano tal vez peor, el gobernador Alejandro.
Redacción (16/06/2025, Gaudium Press) El ejemplo de los mártires siempre conmueve. Los hay de todo tipo: pobres y ricos, nobles, plebeyos, mujeres, niños y hombres, pero en todos brilla la fuerza de Dios que vence las reticencias del instinto de conservación con su poderosa gracia. Hoy consideramos a dos mártires, San Ciro (o Ciríaco, o Quiricio) y Santa Julita, madre e hijo, habitantes de Iconia, en el Asia Menor.
Parten a Seleucia
Ellos eran cristianos de alto linaje, y dada la feroz persecución del emperador Diocleciano, buscaron retirarse a un sitio menos conocido, y escaparon con dos de sus servidoras a Seleucia, en Mesopotamia. Pero resultó que la persecución era allí todavía más cruel. Algunos miembros de la comitiva del gobernador reconocieron a estos peregrinos como cristianos, y por ello fueron hechos prisioneros. Durante el proceso, Julita no alegó su alta condición social, sino simplemente declaró que era cristiana, y por ello fue rápidamente condenada. Antes de cumplir la sentencia, le fue arrebatado su hijo Ciro, causando gran dolor a la madre.
Narran tradiciones, las cuales se han discutido, que el niño era un encanto y que fue tomado en brazos por el inicuo gobernador Alejandro, mientras azotaban a su madre. El niño lloraba, la madre gritaba que era cristiana, el niño repitió que también era cristiano, y arañando y golpeando al gobernador. Este hombre enfurecido lo arrojó con fuerza sobre los escalones causándole fractura de cráneo y la muerte.
La madre contempló horrorizada el tétrico espectáculo, pero fue en ese momento tomada por una especialísima gracia que consoló el instinto materno, y se congratuló porque su hijo había alcanzado la corona del martirio. Esa actitud serena aumentó la cólera del gobernador Alejandro, que ordenó que fuese torturada con garfios, decapitada, y que los cuerpos de madre e hijo se lanzaran a los basureros. Pero los dos cuerpos fueron rescatados por las criadas que ellos habían traido desde Iconio, y luego enterrados en sitio digno.
Muerto el siniestro emperador Diocleciano, y dada la libertad a los cristianos por Constantino, fue revelado el lugar donde se encontraban los restos de Santa Julita y San Ciriaco, los que rápidamente se convirtieron en objeto de culto y veneración.
Las reliquias del niño mártir se trasladaron en el S. IV a Francia, por iniciativa de San Amador obispo de Auxerre, lo que hizo que la devoción a este infante fuese muy popular en el país galo. Se le conoce ahí como Saint Cyr.
Con información de Catholic.net
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