En medio del horror de la guerra, un sacerdote francés fue testigo de lo que pocos pueden contar, la paz del Cielo, y el regreso inesperado a la vida.
Redacción (21/07/2025 11:38, Gaudium Press) San Pío de Pietrelcina, conocido como Padre Pío, es uno de los santos más amados del siglo XX. Su vida, llena de dolor físico, siempre estuvo regada por la oración constante, siendo al final un ejemplo de entrega heroica al ministerio sacerdotal. El Padre Pío es un referente espiritua, en una época en la que muchos han perdido la fe. A través de sus estigmas, su don de leer las almas y los incontables milagros atribuidos a su intercesión, Dios nos recuerda que el Cielo está cerca y que los santos siguen caminando con nosotros.
Uno de los testimonios más extraordinarios relacionados con este santo capuchino es el del sacerdote francés Jean Derobert, quien en plena guerra de Argelia fue fusilado y volvió a la vida. Lo que él cuenta que vio en ese tiempo fuera del cuerpo, y lo que sucedió después, hablan de la gloria del más allá y del poder de la intercesión del Padre Pío.
Un fraile estigmatizado para consolar al mundo
San Pío de Pietrelcina nació en 1887, en Pietrelcina, Italia, en una familia muy humilde. Desde pequeño supo que quería ser sacerdote, y con grandes esfuerzos logró ingresar al convento de los frailes capuchinos, donde tomó el nombre de Pío. Fue ordenado en 1910 y en 1916 se trasladó a San Giovanni Rotondo, el lugar donde viviría el resto de su vida.
Allí, en la paz de aquel pueblo de montaña, viviría un fenómeno extraordinario: recibió los estigmas de Cristo, las heridas de la Pasión. Primero en sus manos, luego en los pies y el costado, estas heridas sangraban diariamente y lo acompañaron por 50 años. Jamás sufrió anemia, y su dolor era continuo, ofrecido por la conversión de los pecadores.
El Padre Pío vivía con humildad estos fenómenos místicos, incluso cuando muchos lo acusaron de ser un fraude. Durante más de una década fue silenciado y apartado del ministerio público por la Iglesia, pero nunca se rebeló ni protestó. Aceptó el sufrimiento con profunda obediencia, sabiendo que estaba unido a la cruz de Cristo.
La fama de santidad creció, millones acudían a él en busca de confesión, sanación o consuelo. Se decía que podía estar en dos lugares al mismo tiempo, que leía los corazones y que muchos milagros ocurrían a través de su intercesión. Uno de esos milagros —tal vez uno de los más impresionantes— fue el que vivió su hijo espiritual Jean Derobert.
El testimonio del sacerdote Jean Derobert
Publicado por Patrick Theillier, médico del Santuario de Lourdes
Querido padre:
Me habéis solicitado un resumen por escrito de la evidente protección de la que fui objeto en agosto de 1958, durante la guerra de Argelia.
En aquel momento formaba parte de los servicios sanitarios del ejército. Había observado que, en los momentos importantes de mi vida, el padre Pío, que me había tomado como su hijo espiritual desde 1955, me hacía llegar una carta en la que me prometía su oración y apoyo. Lo hizo antes de mi examen en la Universidad Gregoriana de Roma, y lo volvió a hacer en el momento en que tuve que unirme a los combatientes de Argelia.
El momento del fusilamiento
Una noche, un comando del FLN (Frente de Liberación Nacional argelino) atacó nuestro pueblo y rápidamente fui arrestado. Me llevaron a una puerta junto a otros cinco militares y allí nos fusilaron.
Recuerdo que no pensé ni en mi padre ni en mi madre, a pesar de ser hijo único, sino que sólo experimenté una gran alegría puesto que “me disponía a ver lo que hay al otro lado”. Aquella misma mañana había recibido una carta del padre Pío con dos líneas manuscritas que decían: “La vida es una lucha, pero conduce a la luz” —subrayado dos o tres veces—.
Inmediatamente experimenté la descorporeización — separar, quitar o hacer que algo pierda su cuerpo físico—.
Vi mi cuerpo a mi lado, que yacía, cubierto de sangre, entre mis camaradas asesinados. Y empecé una curiosa ascensión por una especie de túnel.
Jean relata que durante esta experiencia se encontró con rostros conocidos y desconocidos, algunos luminosos, otros sombríos. A medida que ascendía, todo era más claro, más hermoso, más lleno de sentido. Vio a sus padres durmiendo en su casa en Annecy, Francia, y notó incluso que un mueble había cambiado de lugar —lo cual comprobó luego al escribirle a su madre—. También vio al Papa Pío XII, con quien sostuvo una conversación espiritual sin necesidad de palabras. Todo esto lo entendía como fuera del tiempo, fuera del cuerpo, pero absolutamente real.
Al llegar al umbral del paraíso, todo era luz azulada, sin sol, como dice el Apocalipsis: “El Señor los alumbrará”. Allí todos eran jóvenes, incluso los que en la tierra habían muerto ancianos o siendo niños. Luego ascendió más, perdiendo su forma humana y convirtiéndose en una “gota de luz”. Se encontró con otras “gotas”, que supo que eran los apóstoles, los santos. Y finalmente vio a María Santísima, hermosa, resplandeciente, que le sonrió con un amor indescriptible. Detrás de ella estaba Jesús. Y aún más allá, una luz infinita, el Padre. “Allí sentí la satisfacción total de todos mis deseos. Conocí la dicha perfecta”.
Y entonces, de pronto, volvió al cuerpo.
Me encontré en la tierra, con el rostro en el polvo, entre los cuerpos cubiertos de sangre de mis camaradas. […] Mi ropa estaba agujereada por las balas, cubierta de sangre, pero mi cuerpo estaba intacto.
El comandante al verlo exclamó: “¡Milagro!”. Tiempo después, cuando Jean Derobert pudo viajar a Italia y ver al Padre Pío, el santo lo recibió con una sonrisa y le dijo con ternura: “¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar! ¡Pero lo que viste fue muy bello”!
Un cielo abierto para quien cree
Jean Derobert falleció en 2013, y su testimonio fue incorporado al proceso de canonización de San Pío de Pietrelcina, canonizado en 2002 por el Papa Juan Pablo II. Millones siguen hoy acercándose a él con devoción, buscando su poderosa intercesión.
Su vida es una invitación a creer, a no tener miedo del sufrimiento, y a confiar en que el Cielo es real, que la vida no termina con la muerte y que los santos caminan a nuestro lado.
Porque, como decía él mismo: “Ahora puede entenderse por qué no tengo miedo a la muerte… Porque sé lo que hay al otro lado”.
Con información de Religión en Libertad.
Deje su Comentario