miércoles, 23 de julio de 2025
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Un esbozo de una teoría general de la felicidad

Ella “salió del vientre materno, como decían ciertas crónicas, con una cuchara de oro en la boca…”.

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Foto: Zoltan Tasi / Unplash

Redacción (22/07/2025 19:55, Gaudium Press) Tal vez el título sea muy pretencioso. Pedimos desde ya disculpas, por un intento de apenas dos páginas.

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Felicidad.

Define la RAE a la felicidad, de manera sucinta, concisa y precisa, como un “estado de grata satisfacción espiritual y física”. En otra acepción del término, dice la Real Academia que felicidad es la “ausencia de inconvenientes o tropiezos”, significado este que se puede agregar al primero.

Evidentemente el tema es de un desarrollo cuasi infinito, entre otras razones porque es el interés más popular y básico que existe: todo el mundo quiere ser feliz.

Es cierto que más o menos todos coincidimos en que la felicidad es un estado mezcla de una profunda satisfacción y de la inexistencia de inconvenientes muy grandes o insalvables.

Pero a partir de ese núcleo consensual, las diferencias se multiplican al infinito.

Por ejemplo, nosotros los católicos debemos afirmar que la felicidad se encuentra en la unión con Dios, y que si bien los placeres regulados por la templanza son portadores de cierto gozo, la cruz y el sufrimiento bien llevados son también camino necesario al regocijo mayor. Un gozador de la vida dirá que felicidad es tener mucho dinero para darse los placeres que uno quiera. El ambicioso podrá defender que felicidad es tener un lugar destacado en la sociedad que conlleve el reconocimiento ajeno. Un científico medio naturalista afirmará que felicidad es conseguir con esfuerzo correr los límites de la ciencia. Y así podríamos multiplicar las concepciones de felicidad casi hasta la nausea.

Pero en definitiva, casi todas las concepciones no católicas se reducen a que felicidad es tener la posibilidad de gozar lo que se quiera, tanto en el cuerpo como en el alma, incluyendo gozar de la estima de los otros.

El problema es que hubo alguien (no solo ella), que tuvo esa posibilidad, y terminó con un final no feliz: Cristina Onassis.

Nacida en Nueva York en 1950, hija del magnate naviero Aristóteles y de su primera esposa Athina, salió del vientre materno, como decían ciertas crónicas, con una cuchara de oro en la boca.

Es cierto que el divorcio de sus padres la afectó profundamente –tenía solo 10 años– pero al final la vida continúa, y acudió a unas de las más prestigiosas instituciones educativas del mundo, no se podía esperar menos, como la Universidad de París.

Era aún muy joven, poco más de 20 años, cuando ya tuvo que involucrarse en la maraña de ejercicios financieros de su padre. Tras la muerte de Aristóteles, hereda gran parte de su fortuna e imperio, que bien es cierto, a veces la hizo sentir abrumada. Sin embargo, inteligente y no estereotípica niña mimada, la gente reconoció pronto su habilidad para los avatares del dinero.

En su vida sentimental no se puede decir que fue bien sucedida. Los ‘buenos’ partidos abundaron, tanto, que tuvo cuatro matrimonios, algo que bien dicho representaron cuatro fracasos. No es que fuera alguien solo dedicada al trabajo. Era famosa por sus compras compulsivas (las malas lenguas dicen que para muchas damas, auge de felicidad sería el mayor y más lujoso mall del planeta, portando en el bolso una tarjeta de crédito sin límites…), por el uso de aviones privados en trivialidades como vuelos a lejanías para que le trajeran su amada Coca-Cola light. Como la afectaba la soledad, se comenta que hacían grandes regalos a algunos solo para que estuvieran a su lado. Y así continúa la lista de excentricidades.

Al final, la historia termina trágica, pues aunque oficialmente muere de edema pulmonar a los 37 años en Buenos Aires, son no pocas las fuentes que hablan de suicidio, e incluso de que ya había tenido varios intentos de suicidio previos. La niña que había nacido con una cuchara de oro en la boca, no había sido feliz.

Entonces, ¿qué es felicidad o por dónde se va a la felicidad?

Es claro que la felicidad está en la unión con Dios, pues fácilmente se puede comprobar que al hombre solo lo saciará un bien infinito, y ese bien es solo Dios. Pero entonces, ¿será esta tierra solo un almacén de frustrantes bienes finitos, o una mera cámara de torturas, que aquel que la resista habrá adquirido el ticket para ingresar a la gloria celestial? Ya el planteamiento muestra que eso es un absurdo.

Ahora bien, esas felicidades que todos tenemos aquí en esta vida, por ejemplo, comernos un rico helado, regocijarse con los logros de un hijo o un pariente, visitar un bonito e histórico lugar turístico, ¿serán de una naturaleza completamente diversa a la felicidad que tendremos en el cielo? Sin duda no deben serlo pues sería contrariar demasiado la naturaleza humana, que en esencia es la misma aquí en la tierra que en el cielo.

Entretanto, atiborrarse de helado, o todo tipo de glotonerías, o de cualquier tipo de placeres, ¿sí irá en la línea de la felicidad del cielo? El sentido común nos dice que no, que ahí entró un desorden que no puede existir en la Patria Eterna.

Vamos concluyendo por ahí, que los sanos placeres de esta vida solo tendrán relación con la felicidad celeste si Dios está de alguna manera presente en ellos. Con todo, ¿cómo Dios puede estar presente en una buena lasagna, o en la degustación de una rica tartaleta? Para la respuesta, es simplemente recordar a San Pablo en la Carta a los Romanos: “Todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras”. (1, 20)

El universo no es mero un lugar de posibilidad de placeres: es sobre todo la catedral donde podemos ver, ‘degustar’ y adorar a Dios, en las huellas de Dios en los seres creados. Es esa la que podríamos llamar de vocación universal: contemplar, ‘probar’ a Dios en el conjunto del orden creado. Lo que se salga de esa línea, ya es desvío.

Sin embargo, el Universo visto desde esa perspectiva se hace un lugar interesantísimo, un laberinto que nos debe conducir a Dios, un telescopio para ver a Dios, un pozo de aguas magníficas en cuyo fondo está el tesoro de Dios, un arcoiris a cuyo final se encuentra el pote de oro del Señor.

Es claro, las tendencias de nuestras malas inclinaciones, fruto del pecado original y de nuestros pecados actuales, nos llevan a querer usar al Universo como fin y no como puente hacia Dios. Por eso indispensable rezar, acceder frecuentemente a los sacramentos, pedir perdón cuando se cae, fortalecerse con la eucaristía, con la confirmación, con la oración constante. Para no usar los bienes con egoísmo, sino para que el propio Dios se nos muestre en ellos.

Pero cuando en el Universo se busca a Dios, con sincero corazón, aceptando también el sacrificio de esta vida, es otra vida la que nace. Algo parecido con la vida eterna.

Por Saúl Castiblanco

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