domingo, 03 de agosto de 2025
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La ilusión de la perpetuidad en la Tierra

Fuimos creados para la eternidad; sin embargo, ante los placeres terrenales, olvidamos fácilmente que la verdadera vida se encuentra después de la muerte.

Nosso Senhor pregando Paroquia de Sainte Sulpice Fougeres Franca Foto Francisco Lecaros

Redacción (03/08/2025 12:49, Gaudium Press) «Aspiren a las cosas celestiales, no a las terrenales», dice San Pablo (Col 3,2). De hecho, la liturgia de este 18.º Domingo del Tiempo Ordinario nos enseña a atesorar en el cielo, pues las riquezas de este mundo no valen nada comparadas con la felicidad eterna reservada a quienes «han alcanzado las cosas de arriba» (Col 3,1).

Una petición peculiar, reflejo de una mentalidad

«En aquel tiempo, alguien de la multitud le dijo a Jesús: ‘Maestro, dile a mi hermano que parta conmigo la herencia’» (Lc 12,13).

El Evangelio comienza con una escena peculiar. Nuestro Señor se dirigía a Jerusalén y alguien de la multitud le hace una petición. ¡Qué gracia poder hablar con el Divino Maestro, poder pedirle algo! Cuántas personas en la historia lo darían todo a cambio de una mirada, una palabra del Redentor. Ante una oportunidad como esta, ¿qué deberíamos pedir? La curación de una enfermedad, la fuerza para superar un defecto, una gracia muy deseada, etc. En el caso del Evangelio, sin embargo, no se pide nada de esto, sino dinero…

«Jesús le respondió: ‘Hombre, ¿quién me ha puesto como juez o como repartidor de tus bienes?’» (Lc 12, 14).

No vemos muchos pasajes en el Evangelio en los que Nuestro Señor niegue una petición, pero uno de los pocos ocurre en esta ocasión. ¿Por qué? Porque Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, comprendió que este deseo era resultado de una visión errónea de su misión y, por lo tanto, no se lo concedió, pues, de haberlo hecho, habría dañado a esa alma. Sin embargo, celoso de la salvación de todos, quiso darle a ese hombre y a todos los presentes una lección más valiosa que cualquier herencia.

El peligro de la avaricia

«Y les dijo: ‘¡Cuidado! Cuídense de toda clase de avaricia, porque aunque uno tenga mucho, la vida no consiste en la abundancia de muchos bienes’» (Lc 12,15).

La avaricia, según Santo Tomás, se caracteriza por el deseo intemperante de adquirir y acumular riquezas. [1] Cabe destacar que Nuestro Señor no condena la posesión de bienes, sino el deseo descontrolado de ellos, lo que aleja a la persona de Dios.

Otro detalle de este pasaje es que Jesús habla «contra toda clase de avaricia». Vemos que no se trata solo de dinero o bienes materiales, sino de cualquier objeto al que nos apeguemos desproporcionadamente, incluyendo lo inmaterial, como la avaricia del sentimentalismo —que nos lleva a relegar a Dios, a venerar lo humano—, la vanidad, e incluso nuestra propia salud, con un cuidado desproporcionado. [2]

La avaricia puede manifestarse en relación con lo poco

San Juan de la Cruz comenta que si una persona posee muchas posesiones, su aprecio se repartirá entre todos. Alguien con mil monedas, por ejemplo, reparte su aprecio entre las mil monedas. Sin embargo, si pierde novecientas noventa y nueve, todo el aprecio de las mil se concentrará en la que le quede. Así, quien tiene poco puede tener un apego aún mayor que quien tiene mucho.

Efectos de la Avaricia

«Y les contó una parábola: ‘La tierra de un hombre rico dio una cosecha abundante’. Él pensó para sí: ‘¿Qué haré? No tengo dónde guardar mis cosechas’. Entonces decidió: ‘¡Ya sé lo que haré! Derribaré mis graneros y construiré otros más grandes; en ellos guardaré todo mi grano, junto con mis bienes’. Entonces me diré: ‘Amigo mío, tienes una buena reserva de grano para muchos años. ¡Tranquilo, come, bebe y disfruta!’» (Lc 12, 16-19)

Es interesante observar el método divino de enseñanza: Él transmite la doctrina y la ilustra con un ejemplo que impacta la vida cotidiana de sus oyentes. Nuestro Señor cuenta la historia de un hombre rico que tuvo una cosecha que superó las expectativas. Un hombre, por lo tanto, que fue bendecido por Dios. Si lo analizamos con atención, veremos que fue Él, el Creador, quien creó esa tierra, quien creó las semillas, quien proporcionó un buen clima, etc. Todo provino de Él. Sin embargo, el hombre que recibió tan gran regalo no retribuyó al Creador. Al contrario, aun sin tener dónde almacenar tal cantidad, quiso acaparar todo para sí mismo, sin siquiera considerar usar ese excedente para hacer el bien a los demás. Esto es egoísmo, hermano inseparable de la avaricia.

El Verdadero Tesoro

«Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán la vida. ¿Y de quién serán los tesoros que has acumulado?’. Así sucede con quienes acumulan tesoros para sí, pero no son ricos delante de Dios» (Lc 12, 20-21).

¿Quién puede conocer el momento de su propia muerte? Para morir, basta con estar vivo. Es mejor acumular nuestro tesoro ante Dios, pues nuestra vida continúa después de la muerte. ¿Y de qué sirven setenta u ochenta años de placer comparados con una eternidad de castigo, lejos de Dios?

Ahora bien, ¿cómo adquirimos este tesoro?

Este es el consejo que nos da la liturgia de este 18.º Domingo del Tiempo Ordinario: mantener la mirada siempre fija en la eternidad, en actitud de oración continua, y dar muerte en nosotros a «lo terrenal: la inmoralidad, la impureza, las pasiones, los malos deseos, la avaricia», como nos dice el Apóstol en la segunda lectura (Col 3,5). Así, acumularemos nuestro tesoro en el cielo, «donde ni la polilla ni el óxido corrompen, y donde los ladrones no forzan ni roban» (Mt 6,20).

Por Arthur Morais

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[1] Cf. S. Th., II-II, q. 118, a. 1.

[2] Cf. CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 6, p. 260.

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