domingo, 10 de agosto de 2025
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No sabéis ni el día ni la hora

A lo largo de la historia, Dios ha hecho promesas a su pueblo y les ha exigido una fe inquebrantable, a pesar de todo tipo de apariencias contrarias, para purificar a los buenos y hacerlos merecedores de la recompensa.

Sermao

Redacción (10/08/2025 10:59, Gaudium Press) La liturgia de este 19.º Domingo del Tiempo Ordinario nos permite analizar diversas situaciones en las que Dios hace un juramento a sus elegidos, por medio de un varón predestinado, y luego los pone a prueba respecto al cumplimiento de esa promesa y su confianza en el hombre elegido.

La fe que mueve montañas

«Bienaventurados aquellos siervos a quienes su señor encuentre velando cuando llegue» (Lc 12, 37).

Así, el patriarca Abraham no dudó de la promesa de una gran descendencia, y gracias a esta fe, en el momento de sacrificar a su único hijo, «de un solo hombre, ya casi muerto, provino una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo» (Hb 11,12).

De igual manera, por medio de Moisés, el pueblo elegido había recibido la promesa de habitar «una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,8). Sin embargo, antes de llegar a la tierra prometida, tuvieron que soportar el peso faraónico de los grilletes egipcios, hasta que, una noche, el terrible castigo de la matanza de los primogénitos cayó sobre sus enemigos. Esto marcó el fin de los tiempos en que la iniquidad del faraón aplastó a los hebreos y el antegozo de aquella región cuya promesa ya brillaba en el horizonte. Sin embargo, no temieron tal calamidad, pues «esta misma noche fue anunciada a nuestros padres», para que «se llenaran de valor» (Sb 18,6).

Sin embargo, Dios pediría aún otras pruebas de confianza durante los cuarenta años de aridez en el desierto, en los que habrían perecido por la dureza de su corazón, de no haber sido por la fe de Moisés —a quien Dios había elegido como profeta para su pueblo, como pastor del rebaño—, pues los planes divinos se cernían sobre él.

En efecto, Dios revela a ciertos hombres un futuro tan maravilloso que el cumplimiento de tales promesas parece imposible, como en el caso de los hebreos en Egipto, oprimidos por el poder de los ídolos paganos. Sin embargo, esto ocurre para purificar el corazón de los justos, para que merezcan la recompensa que Dios quiere darles. Como dice San Pablo: «Él les ha preparado una ciudad», y aunque podrían haber elegido esta patria terrenal, llena de pecado y corrupción, prefirieron «una patria mejor, es decir, la celestial» (Hb 11,16), porque supieron creer en las promesas divinas y mantuvieron una fe perseverante.

Estos acontecimientos, en el Antiguo Testamento, fueron simplemente una preparación para la Encarnación del Verbo, que puso fin a la antigua esclavitud del pecado y abrió las puertas a la nueva era de la gracia. Entretanto, ¿existe una promesa divina para nuestros tiempos?

La fe que conmueve el corazón de Dios

El Evangelio de este domingo destaca sobre todo la nota de vigilancia, de cuán felices serán los siervos que el Señor encuentre despiertos a su regreso.

En Fátima, hace más de cien años, Nuestra Señora profetizó los castigos que sobrevendrían a la tierra si la humanidad no abandonaba los caminos del pecado. Luego concluyó con una nueva promesa: «Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará». Esta frase cumple lo que San Luis María Grignion de Montfort describe en su libro «Tratado sobre la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen»: en el Reino de María, Nuestra Señora será la reina de corazones.

De hecho, este reino fue conocido por quienes nos precedieron en la fe, «porque a vuestro Padre le agradó daros el reino» (Lc 12, 32). Por eso, también debemos estar llenos de valentía y certeza de que esta promesa se cumplirá, y no cambiar la patria celestial eterna por la terrenal corruptible. Y la mejor manera de esperar la llegada de este reino es desearlo cada vez más: «Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 34).

Nunca se ha exigido tanta fe al pequeño rebaño de Dios como en estos días, y por lo tanto, la recompensa reservada para los fieles también será incomparablemente mayor que cualquier otra anterior. Después de todo, el Señor mismo «se ceñirá, los pondrá a la mesa y les servirá» (Lc 12, 37), porque Dios ama los corazones ardientes de deseo y confianza, y los saciará cuando «venga en la segunda o tercera vigilia y los encuentre vigilantes» (Lucas 12:38).

Por Vinícius Mendes

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