Recorrido de la vida de la Virgen, de la mano del libro ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres.
Redacción (27/09/2025 13:57, Gaudium Press) Siguiendo con algunos ‘flashes’ del libro de Mons. Juan Clá sobre la Virgen, ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres, vemos que a muy tierna edad, un día la que sería la Madre de Dios, partió del hogar de Santa Ana para enclaustrarse en el templo de Jerusalén.
Todo estaba planeado para que Ella “recibiese la formación más perfecta” posible. La educación que allí tendría no sería solo en doctrina, sino particularmente en la virtud, pues “así como el oro se purifica en el crisol a temperaturas extremas”, las pruebas que allí debería enfrentar Nuestra Señora tendrían un “carácter militante”: “se podría afirmar que la mayor batalla que Ella trabó directamente contra los malos tuvo lugar durante su permanencia en el Templo”. “En aquel momento histórico, el núcleo de esta lucha [entre el bien y el mal] estaba en el Templo, como sería evidente pocos años más tarde, durante la vida de Nuestro Señor Jesucristo”. (1) La Virgen fue, pues ya en ese momento, la punta de lanza de Dios contra el mal.
Una rutina regularizada
Así como en su casa en Nazaret, en el Templo la Virgen seguía también una rutina regularizada: “Todos los días tenían estudio de las Sagradas Escrituras, así como actividades apropiadas para niñas: limpieza del Templo, costura de ropas y ornamentos destinados a las ceremonias de culto, bordado y conservación del material litúrgico”. (2) Ella tenía diligencia máxima en todas esas labores, movida por el amor de Dios. “Lo que realmente le causaba tedio era el trato con los malos sacerdotes, pero hasta eso se lo ofrecía al Señor”. En sus oficios gustaba de “convivir y hacer el bien a todas”, y cuando se hallaba a solas “le gustaba pasearse por los jardines o componer músicas con los Ángeles, para después cantárselas a la Santísima Trinidad”. (3)
En el templo la Virgen estudiaba las Sagradas Escrituras, tenían visiones que completaban estas lecturas, y “muchos de los antiguos profetas, especialmente Isaías, se le aparecían para describir cómo sería la figura del Mesías”. (4) Ella iba componiendo en su mente y corazón la figura tanto física como moral del Redentor de los hombres. “A veces, la contemplación de una rosa le hacía pensar en Dios y en su Hijo, así como engendrar maravillas para su Iglesia y su futuro reinado entre los hombres… En medio de esas reflexiones, la Providencia iba preparando su alma para la Maternidad Divina”. (5)
En sus meditaciones, Ella contemplaba “la decadencia del sacerdocio de la Antigua Ley”, pero también por esto “suplicaba gracias extraordinarias para los sacerdotes que surgirían y para los fieles de la Iglesia”. “Sin que Ella se diese cuenta del papel que tenía como futura Madre del Mesías y de su Iglesia, Dios dispuso que estas gracias fuesen «engendradas» en su Inmaculado Corazón antes de que fueran concedidas a la humanidad”. La Santísima Trinidad también la iba constituyendo como Madre de la Divina Gracia.
Lucha en el Templo
Pero la vida en el templo no era solo de meditación y contemplación, sino que era también de lucha en un campo de batalla, el más importante y terrible de todos.
“Desde los primeros momentos de su vida en el Templo, Ella notó la envidia y la maldad que había en algunos, el odio que tenían a toda forma de bien y cómo escudriñaban atentamente y sin descanso el horizonte buscando señales de la llegada del Mesías, a fin de dominarlo o destruirlo”. Y a pesar de que su existencia era el mayor indicio de la plenitud de los tiempos, a los malos “Dios les había velado la comprensión de esta señal”. Sin embargo, “los buenos vislumbraban algo”, especialmente el sacerdote profeta Simeón, quien además se encargó de “instruirla en el conocimiento del misterio de iniquidad que se desarrollaba en el Templo, para que Ella supiese moverse en aquel ambiente. Por eso, desde la infancia, Nuestra Señora aprendió a ocultarse y a hacer que su vida se desarrollase con una apariencia de mucha normalidad a los ojos de todos”. (6)
Fino arte diplomático
La sagacidad apostólica de la Virgen también se reflejaba en el trato “a cada sacerdote, a cada maestra, a cada doncella del modo que más le complacía a cada uno, con una finura diplomática admirable, sin demostrar jamás delante de ellos el afecto que tenía a Simeón”. Así con las otras niñas que vivían en el Templo a quienes les contaba “historias durante los quehaceres cotidianos: algunas las había leído en las Escrituras; otras las aprendió de Santa Ana o de San Joaquín; otras, en fin, se las había oído a los Ángeles o provenían de la ciencia infusa que poseía desde el primer instante de su ser. María las narraba con tal gracia y encanto, procurando realzar con la modulación de su voz melodiosa los aspectos más hermosos, que casi todas paraban sus trabajos para escucharla”. Ella así iba ejerciendo una “acción apaciguadora y exorcística sobre sus compañeras, apartando de ellas las malas tristezas, agitaciones e infestaciones producidas por el demonio, e infundiéndoles mucha paz, esperanza y alegría de alma”. (7) La atracción que María ejercía sobre estas niñas, también las iba constituyendo en escudo protector de la acción de los malos contra Ella.
Séfora y Ester
Tuvo la Virgen en el templo dos compañeras íntimas, que constituyeron también dos puñales de dolor:
“Una de ellas, llamada Séfora, era muy alegre y comunicativa, aunque muy dada a la superficialidad y a la banalidad; la otra, Ester, tenía un carácter más recogido y profundo, pero fuertemente inclinado a la tristeza. Nuestra Señora notaba estas tendencias desordenadas y, con excepcional tino psicológico, trató de ayudarlas de todos los modos para su progreso espiritual”. Cuando la Virgen estaba con Séfora “manifestaba mucha alegría. Y como a ambas les gustaba cantar juntas, Ella aprovechaba esas ocasiones para mostrarle de qué manera el entusiasmo que sentían provenía del hecho de servir a Dios y cómo ésa era la única felicidad verdadera”. Pero Séfora “había notado que los sentidos eran causa de placer, y sin atinar a ver sus aspectos engañosos, había comenzado a crear objeciones interiores contra María al constatar que su naturaleza era ordenadísima”, sin las veleidades de la concupiscencia. “Algún tiempo después, la Virgen se encontró con Séfora y discernió en su mirada, en su sonrisa y, sobre todo, en su alma, que había prevaricado. Éste fue uno de los mayores dolores que María padeció en relación con sus compañeras del Templo”. (8) Pero el dolor de la Virgen Dios lo haría frutificar después en las legiones de almas vírgenes que poblarían la Iglesia.
Con Ester, más reflexiva, “Nuestra Señora conversaba asiduamente con ella sobre la situación del pueblo judío y la decadencia en que se encontraba el Templo. Al principio ella compartía su punto de vista, pero en cierto momento también se cerró y, poco a poco, las relaciones entre las dos fueron muriendo”. Ester sí se daba cuenta que estaban viviendo el fin de un mundo, pero para aceptar que de esa hecatombe saldría el triunfo del bien, “ella tendría que renunciar a sus propios criterios y hábitos mentales, y abrirse a la gracia y a la perspectiva que Nuestra Señora le ofrecía”. Pero Ester, “por creerse superior a María” no quiso renunciar a sus criterios, y “empezó a evitar la compañía de su Amiga, la cual sintió este rechazo como un golpe en su Corazón”. Actitudes similares vivió frecuentemente la Niña María en el Templo “hasta el punto de volverse una persona solitaria en medio de la multitud. A todas las doncellas les gustaba estar con Ella, pero tan sólo para una relación superficial”. (9)
Por Saúl Castiblanco
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1 Mons. João Scognamiglio Clá Dias. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Volumen II – Los Misterios de la Vida de María: una estela de luz, dolor y gloria. Caballeros de la Virgen. Bogotá. 2022. p. 138.
2 Ibidem, p. 139.
3 Ibidem, p. 140.
4 Ibidem, pp. 140-141.
5 Ibidem, p. 141.
6 Ibidem, p. 144.
7 Ibidem. pp. 146-147.
8 Ibidem. p. 147.
9 Ibidem. p. 147.
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