Poco después San Pío X publicaba Vehementer nos, condenando esta separación.
Redacción (09/12/2025 08:40, Gaudium Press) Estamos en tiempo de conmemoraciones. El jubileo que concluye el 6 de enero, es una conmemoración, es un Año Santo en el que la Iglesia concede gracias especiales con ocasión de un nuevo cuarto de siglo desde el nacimiento del Redentor.
Este año también celebranos los 100 años de la institución de la solemnidad de Cristo Rey, por parte de Pío XI, los 800 años del nacimiento del Doctor Universal de la Iglesia, Santo Tomás, y los 800 años de la composición del famoso Cántico de las Criaturas, proclama inmortal de un San Francisco que contemplaba a Dios visualizado en el orden del universo.
Pero también este año hay aniversarios de hechos dolorosos, como por ejemplo la desgarradora separación entre la Iglesia y el Estado en Francia, precursora de muchas similares.
Hoy 9 de diciembre, pero de hace 120 años, el parlamento francés aprobaba una ley de autoría del diputado socialista Aristide Briand, que declaraba la división casi absoluta y artificial entre las actividades y fines de la Iglesia y los de la sociedad civil políticamente organizada.
Ya prevenido, un mes después el Santo Papa Sarto publicaba “Vehementer nos – Encíclica del Papa Pío XI sobre la Ley francesa de separación”, muy fuerte, afirmando que lo que se había perpetrado era un crimen contra la Iglesia y contra Francia, y asegurando que para un católico ese principio laicista debería merecer total repulsa, pues arruinaba las naciones, hacía perder las almas y ofendía de raíz al Creador de la Iglesia y del Estado:
“Finalmente, hay otro punto sobre el que no podemos callar. Además del perjuicio que inflige a los intereses de la Iglesia, la nueva ley está destinada a ser desastrosa para su país. Pues no cabe duda de que destruye lamentablemente la unión y la concordia. Y, sin embargo, sin dicha unión y concordia, ninguna nación puede vivir mucho tiempo ni prosperar. Especialmente en el estado actual de Europa, el mantenimiento de la perfecta armonía debe ser el deseo más ferviente de todos los franceses que aman a su país y anhelan su salvación. En cuanto a Nosotros, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor y heredando de él una especial predilección por su nación, no nos hemos limitado a esforzarnos por preservar la plena vigencia de la religión de sus antepasados, sino que siempre, con esa paz fraternal, de la cual la religión es sin duda el vínculo más fuerte que jamás haya existido, nos hemos esforzado por promover la unidad entre ustedes. No podemos, pues, observar sin el más profundo pesar que el Gobierno francés acaba de realizar un acto que inflama, por razones religiosas, pasiones ya peligrosamente excitadas y que, por lo tanto, parece calculado para sumir a todo el país en el desorden.
“Por tanto, conscientes de Nuestro encargo apostólico y del imperioso deber que nos incumbe de defender y preservar contra todo ataque la plena y absoluta integridad de los derechos sagrados e inviolables de la Iglesia, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha confiado, y por las razones expuestas, reprobamos y condenamos la ley votada en Francia para la separación de la Iglesia y el Estado, por ser profundamente injusta con Dios, a quien niega, y por sentar el principio de que la República no reconoce culto. La reprobamos y condenamos por violar el derecho natural, el derecho de gentes y la fidelidad a los tratados; por ser contraria a la constitución divina de la Iglesia, a sus derechos esenciales y a su libertad; por destruir la justicia y pisotear los derechos de propiedad que la Iglesia ha adquirido por múltiples títulos y, además, en virtud del Concordato. La reprobamos y condenamos por ser gravemente ofensiva para la dignidad de esta Sede Apostólica, para nuestra propia persona, para el Episcopado, para el clero y para todos los católicos de Francia.”
El Estado, con todo su aparato, incluyendo su posibilidad de legislar, ni siquiera es capaz por sí solo de conseguir su propio fin, que es el bienestar virtuoso de los hombres rumbo a un fin común, porque después del pecado de Adán, la naturaleza humana está inclinada al vicio y a la disgregación egoísta. Esa posibilidad solo se torna real con la ayuda de la gracia, de la cual la Iglesia es la gran depositaria e intermediaria. Esa es la gran realidad que se ve oscurecida, cuando el Estado se desentiende de esta gran verdad, fundamental para la subsistencia de la sociedad y el Estado. (SCM)






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