lunes, 25 de noviembre de 2024
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La admiración, la felicidad, el maldito deseo de aparecer y el infierno

Redacción (Martes, 02-10-2019, Gaudium Press) Insistió hasta el cansancio y hasta el final de sus días el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira -junto a sus discípulos, alumnos y lectores- en que el «secreto» de la vida estaba en la admiración de las maravillas que Dios había puesto en el Universo. Recalcaba él -buscando que ese principio quedase forjado en el bronce del alma de sus seguidores- en que ahí estaba el secreto de la felicidad, y lo explicaba con razones metafísicas, de psicología y por supuesto también teológicas.

Dijo innúmeras veces el Dr. Plinio que el primer movimiento de la psiquis del niño era el reconocimiento del ser, es decir, que incluso antes de la afirmación del principio de contradicción venía el reconocimiento del ser de las cosas, de que hay cosas que son ellas y que no soy yo, el que las contemplo.

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Pavo real en el Palacio de Herrenchiemsee

Afirmaba el Dr. Plinio que esta búsqueda del ser innata, esta procura de los seres fuera de sí eran los primeros pasos a la búsqueda del ser Absoluto, Dios. Y también que esta búsqueda era una necesidad, un deseo ansioso, en el fondo era el deseo del hombre ser completado en su limitación, en su contingencia: el hombre limitado quería algo ilimitado, y por eso lo busca, y lo busca fuera de sí, pues su sed de infinito lo consume.

Y como el deleite (y por tanto la felicidad) viene cuando son atendidos los apetitos naturales del hombre, en el contacto con los seres que le hablan de esa Superioridad Infinita el hombre encuentra el placer, halla su alegría. Por eso no hay nada más natural que admirar, que extasiarse ante lo superior, ante un atardecer magnífico, ante la rutilante inteligencia y aguda sagacidad de un gran político, ante la maravillosa cola de piedras preciosas del pavo real.

Pero el hombre no es solo ansia y deseo de infinito, de búsqueda de Infinito, sino también pecado, y pecado fundamental, pues es pecado original. Podríamos definir el pecado original como la tendencia base contraria a esa búsqueda instintiva de Dios.

El pecado original, como legítimo descendiente de su infame padre, Lucifer, busca encerrarnos sobre nosotros mismos, en nuestros placeres egoístas, nuestras limitaciones bien limitadas. Busca que nuestro centro del universo no sea el Absoluto que nos completa, sino nuestras muy limitadas personitas.

Entretanto, y a pesar de las mentiras del pecado original, el hombre esclavo de su pecado original siente su pequeñez, y busca erradamente completarse en el elogio que procura de los otros, quiere ser el centro del universo de los otros, quitándole ese puesto a Dios. Exactamente, repetimos, lo que quiso y quiere Lucifer.

Y por ello el deseo de aparecer, de ‘mostrarse’, de que los otros lo admiren justificada o injustificadamente. Y también por ello ese movimiento constante y anti-admirativo de la comparación: ¿Es más que yo o yo soy más que él? Y por tanto, el infierno de la vida de ese hombre, porque cuando se siente superior, no es completado y se frustra, y cuando se siente inferior sufre con la superioridad ajena. Un verdadero infierno ya en esta vida.

Infierno totalmente contrario al cielo que es admirar, de la admiración: Vio al pequeño, se encanta con Dios creando la ternura de lo pequeño, de lo delicado, de lo frágil. Vio lo grande, y su alma se expande, se encanta, se entiende mejor a sí misma en su arquetipo, se deleita con el mejor reflejo de Dios que aporta lo grande.

En definitiva, la admiración es el cielo; el egoísmo -ese movimiento loco fruto del pecado original que a su vez es base del orgullo y la sensualidad- es el infierno.

Y de ese egoísmo solo nos libramos con la ayuda de la gracia. Porque el pecado original se tornó base de nuestra psicología, está allá, intrínseco, innato, enclaustrado en lo más profundo de nuestros espíritus. Y sólo puede ser adormecido con la acción de la gracia, con la acción de Dios en lo más profundo de nuestro ser, curándonos, y restaurando ese movimiento puro, fortísimo y fundamentalmente admirativo que tenía Adán en el paraíso, cuando no había mancillado su alma con la fruta prohibida del pecado original.

Por Saúl Castiblanco

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