lunes, 25 de noviembre de 2024
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Los 26 mártires de Nagasaki, gloria de la Cristiandad japonesa

Redacción (Miércoles, 07-02-2018, Gaudium Press) La palabra Nagasaki trae luego a la memoria la arrasadora bomba atómica lanzada contra ella al final de la Segunda Guerra Mundial. Pocos saben, entretanto, que esta ciudad fue también palco del heroico testimonio de numerosos mártires de la Fe.

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-La evangelización de Japón tuvo inicio el 15 de agosto de 1549, cuando San Francisco Javier pisó por primera vez el suelo nipón y comenzó a perfumarlo con el olor de sus virtudes y dones admirables.

Inicialmente los jesuitas, y, algunas décadas después, los franciscanos, emprendieron con vigor y coraje la obra de la salvación de los gentiles japoneses. Emocionantes ofertas y dolorosas decepciones, a la par de conversiones espectaculares, acompañaron paso a paso a esos valientes soldados de Cristo. En menos de medio siglo, eran ya cerca de 300 mil cristianos en el Imperio del Sol Naciente, y ese número tendía a aumentar cada vez más.

Sin embargo, la misión progresaba en ambiente hostil a la Fe, en un país conturbado por la guerra civil. Su reunificación, iniciada por un señor feudal llamado Nobunaga, estaba en proceso de consolidación. Pero, con la súbita muerte de este en 1582, su sucesor, Hideyoshi, sometió la nación a un despótico gobierno basado en la fuerza de las armas.

De inicio, Hideyoshi no persiguió a los católicos. Con el pasar del tiempo, sin embargo, percibió que sus vasallos convertidos al Catolicismo – muchos de los cuales ocupaban puestos de destaque en el ejército – constituían un impedimento para la realización de sus designios dictatoriales; y que la Ley de Dios era un obstáculo para sus desmanes morales.

En consecuencia, firmó en 1587 un decreto de expulsión de los misioneros. Debido a las medidas de prudencia tomadas por los jesuitas, esa inicua decisión no fue ejecutada. No solo permanecieron allá los hijos de San Ignacio, sino, a partir de 1593, comenzaron a llegar misioneros franciscanos provenientes de las Filipinas, intensificándose más aún la obra de evangelización.

Ambición e intrigas hacen desencadenar la persecución

Infelizmente, el ambiente político estaba muy perturbado por intrigas, codicias comerciales y maquinaciones de los enemigos de la Religión cristiana. Y todo presagiaba una violenta persecución del Gobierno imperial.

En esas delicadas circunstancias, se dio en 1596 el lamentable incidente del naufragio del galeón español San Felipe, en el litoral japonés. Habiendo quedado sin timón, debido a la tempestad, la nave encalló y comenzó a hundirse. La tripulación y los pasajeros, misioneros franciscanos venidos de las Filipinas, fueron salvados en pequeños barcos. Hubo tiempo también para retirar toda la carga, constituida de preciosos tejidos de seda.

Hideyoshi envió un agente gubernamental, Masuda, para inspeccionar y evaluar esas mercaderías. Este retornó con dos informaciones. La primera, bien objetiva: el valor de la carga era suficiente para revigorar las exasperadas finanzas del dictador. La segunda, de fuente bastante dudosa: el piloto de la nave le habría confidenciado que, en las conquistas españolas, la predicación misionera precedía y preparaba el terreno para la invasión militar.

Eso sirvió de pretexto para Hideyoshi, ya predispuesto por las intrigas de los bonzos, cambiar radicalmente su actitud de contemporización. Mandó prender a los franciscanos y confiscar las mercaderías del galeón. Poco tiempo después, ordenó el cerco de las casas de los misioneros en Osaka y Kyoto.

Humillación transformada en triunfo

La misión franciscana tenía como centro de irradiación la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en Kyoto, entonces Capital imperial. Allá fueron presos el 2 de enero de 1597 los misioneros: el Superior, Fray Pedro Batista; los padres Martín Loynaz de la Ascensión y Francisco Blanco de Galicia; el clérigo Filipe de Jesús y los hermanos laicos Francisco de San Miguel y Gonçalo García.

Junto con ellos, quince nipones convertidos, entre los cuales varios catequistas y tres monaguillos, llamados Luís Ibaraki, Antônio y Tomás Kozaki.

En Osaka fueron encarcelados los catequistas João de Goto y Tiago Kisai, y un novicio jesuita llamado Paulo Miki. De señorial origen, este último naciera en 1568 y trabajaba con el Superior Provincial en Nagasaki. Predicador eximio, hacía intenso apostolado. Más tarde, en la prisión, los tres tuvieron la alegría de ser oficialmente recibidos en la Compañía de Jesús.

Los 24 prisioneros fueron reunidos en una plaza pública de Kyoto, donde los verdugos cortaron la oreja izquierda de cada uno de ellos. En seguida, los transportaron, cubiertos de sangre, en pequeñas carrozas, para ser escarnecidos por la población.

Sin embargo, las rudas carrozas de la ignominia se transformaron en tribuna de gloria. En el trayecto de Kyoto a Nagasaki, los mártires eran recibidos en triunfo por los fieles de las aldeas católicas. Innumerables y conmovedoras conversiones se dieron a lo largo de los caminos y de los lugarejos por donde pasaron.

Un viejo padre estimula al hijo a morir con alegría

El día 8 de enero de 1597, Hideyoshi firmó el decreto de condenación a la muerte de esos 24 héroes de la Fe, por motivos exclusivamente religiosos. A ellos se juntaron más tarde dos otros que los habían acompañado en el trayecto.

Hanzaburo Terazawa, hermano del gobernador de Nagoya, recibió de Hideyoshi la orden de ejecutar todos los prisioneros y fue a encontrarlos en un lugarejo próximo de esa ciudad.

Cuando vio Luís Ibaraki, quedó en extremo avergonzado. Sintiéndose responsable por la muerte de un inocente niño, le ofreció la libertad, si él quisiese entrar a su servicio. El niño dejó la decisión a cargo de Fray Pedro Batista. Este respondió en sentido afirmativo, con la condición que le fuese permitido vivir como católico.

Hanzaburo no contaba con esa respuesta. Después de algunos instantes de perplejidad, replicó que, para continuar vivo, Luís debería renegar la Fe católica.

«En esas condiciones, no vale la pena vivir» – replicó el decidido monaguillo. Otra fuerte emoción se apoderó de Hanzaburo, al descubrir entre los prisioneros su viejo conocido Paulo Miki. En los antiguos tiempos, había él asistido a algunas de sus clases de catecismo. ¡Cuántas recordaciones removieron su espíritu!

Viéndolo así conmovido, Paulo Miki aprovechó la oportunidad para pedirle tres favores, los cuales difícilmente podrían ser negados: que la ejecución fuese el viernes, y les permitiese antes confesarse y asistir a la Santa Misa. Hanzaburo consintió, pero después, recelando la reacción del tiránico Hideyoshi, volvió atrás.

Por su orden, se erguieron 26 cruces en una colina cerca de Nagasaki.

En la mañana del 5 de febrero, camino al lugar del suplicio, el catequista João de Goto vio aproximarse a su venerable padre. Como despedida, venía él a demostrar al hijo como no hay cosa más importante que la salvación del alma. Después de estimular al joven a tener mucho ánimo y fortaleza de alma, exhortándolo a morir alegremente, pues moría al servicio de Dios, agregó que también él y su madre estaban dispuestos a derramar la sangre por amor a Cristo Jesús, si necesario fuese.

Llegando a lo alto de la colina, los 26 mártires fueron fuertemente amarrados en las cruces preparadas con antecedencia.

Los golpes mortales de las lanzas se fueron sucediendo uno después del otro, abriendo las puertas del Paraíso a los felices mártires.
Trascurridos 30 años, em 1627, el Papa Urbano VIII reconoció oficialmente su martírio. Y el bienaventurado Pío IX los canonizó el 8 de junio de 1862.

Por Oscar Macoto Motitsuki

(in «Revista Arautos do Evangelho», Fev/2004, n. 26)

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