lunes, 25 de noviembre de 2024
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La Voz materna de Dios para nuestros tiempos

Redacción (Miércoles, 22-11-2017, Gaudium Press) Si nos fijamos detenidamente en el mundo animal, podemos admirar la prodigalidad y generosidad divinas creando diversidad de seres; todos ellos, cada uno a su manera reflejan aspectos del mismo Dios. El león por ejemplo es símbolo de realeza y majestad, el águila de audacia y decisión, el cordero por su parte expresa virtudes como la humildad y la mansedumbre…

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León, cordero, águila, son estas algunas de las figuras utilizadas por los profetas en el Antiguo Testamento para referirse al mismo Dios, pero, y el propio Dios ¿a qué animal se comparará?…

Se encontraba Jesús en cierta ocasión en el Huerto de los Olivos, rezando en lo alto del monte como era su costumbre. Ante sus divinos ojos se descortinaba imponente la Ciudad Santa: Jerusalén; pero ésta ya no era la Jerusalén que otrora había hecho exclamar al profeta cuando dijo que era la «alegría del mundo entero» (Sl 48, 3). Ahora en cambio por su infidelidad, el Dios hecho hombre se lamenta de su estado: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!» (Mt 23, 37. 39).

Nuestro Señor quiere mostrar con esta metáfora el delicado, suave, y cariñoso amor materno que siente por sus hijos, pero a su vez, se lamenta al no ser retribuido por ellos…

Podemos preguntarnos, ¿en quién estaba pensando Nuestro Señor en el momento en el que hace esa comparación? ¿Qué persona encarnará en sí tal forma de amor? Sin duda estaba pensando en el amor materno más grande que existió en toda la historia, el amor materno más puro, más perfecto, más santo, en un amor que Él mismo experimentó y ¡de qué manera!, un amor proveniente de un Corazón Inmaculado y Santo: el amor materno de la Santísima Virgen María.

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El amor de Dios para nuestra época

Hoy, para nosotros, el mismo Dios no se vale ya de metáforas o de imágenes para simbolizar su amor, sino que envía a su propia Madre para demostrarle a la humanidad su divino y maternal afecto y su tristeza por el estado en que se encuentra. En efecto en octubre de 1917 escuchamos el clamor materno de Dios en los castísimos labios de la Santísima Virgen María, triste ya no por Jerusalén, sino por toda la humanidad: «No ofendan más a Dios Nuestro Señor que ya está muy ofendido» (Fátima 13 de octubre de 1917); es como si nos dijera nuevamente «¡Hijos míos, hijos míos! ¡Cuántas veces quise reuniros bajo mi manto como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y vos no quisisteis…!». Recurramos pues a la Virgen.

Por Guillermo Torres Bauer

 

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