Redacción (Viernes, 28-02-2020, Gaudium Press) ¿Qué es lo que tiene Notre-Dame de París, que a casi un año del terrible incendio que quiso devorarla, el mundo entero sigue atento a su reconstrucción, a sus debilidades, a todo lo que la amenaza, a sus pequeñas o grandes victorias, ansioso del día en que se la pueda visitar una vez más?
Ella más que una realidad es un símbolo. O mejor, su realidad es un gran símbolo. ¿De qué?
Explicaba un día el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira que Notre-Dame es el símbolo en piedra del espíritu de la Edad Media.
Un espíritu que era serio, profundo, estable y trascendente. Que era sólido, cómo sólidas son las rocas de sus muros y columnas, pero que a la vez era mimoso pues quien se introducía en las naves de Notre-Dame se sentía acogido con afecto.
Un espíritu, el medieval, contemplativo: contemplativo no sólo de la doctrina cristiana sino de la obra de Dios en la Creación, obra que también nos habla de Él. Espíritu meditativo y no agitado, que también trabajaba pero que sobre todo vivía en esos parajes donde las ideas de eternidad, salvación, gracia, ángeles, demonios, santos y Dios ocupan el horizonte.
Espíritu contemplativo, meditativo, estable, sólido, que entendía que hay momentos de fiesta, como perfectamente lo simboliza la explosión de luces y colores de la Sainte-Chapelle, pero que pregonaba que el estado común del hombre no es de fiesta sino de serena seriedad, con nota materna pero con algo de melancolía, porque aún no nos hallamos en el cielo sino en este valle de lágrimas.
En Notre-Dame podría haber sido escrita la luminosa Suma Teológica, no en un shopping center. En Notre-Dame podría haber decidido Godofredo de Bouillon partir para la Cruzada e ir hasta el confín del mundo, nunca en un resort. Carlomagno rezaría mucho en Notre-Dame, San Bernardo podría haber compuesto sus más bellas alabanzas a la Virgen ante de la estatua de Notre-Dame de París. Pero también a Notre-Dame iba la lavandera con su niña para pedirle a la Madre de Dios que le ayudara en su trabajo. O el arquitecto del castillo de Saumur, para implorar a Nuestra Señora que le inspirase en su obra. Notre-Dame, como símbolo del espíritu de la Edad Media que es, es como el símbolo-fuente de todo lo que surgió en la Edad Media, desde la delicadeza del velo del sombrero cónico de una dama, hasta el temple frío, decidido y ensangrentado de la espada de un Godofredo de Bouillon.
Notre-Dame es madre, y es fecunda. Ella inspira, genera, pero también acoge, restaura. Porque así también es Dios, del cuál es reflejo Notre-Dame.
Francia no nació en Notre-Dame, sino en el espíritu admirativo de un bárbaro, que se dejó impregnar de la enseñanza y mediación de un obispo santo; también surgió en la inocencia cándida y pura de la esposa de ese bárbaro. Pero con el trascurrir del tiempo, la nacionalidad francesa se fue identificando con Notre-Dame, era Notre-Dame como que ese hilo que comunicaba a Francia con lo que Dios quería que ella fuese e hiciese.
No fue por casualidad que la maldita Revolución Francesa, cuando quiso cambiar el rostro de Francia, buscó en Notre-Dame destronar a la Virgen para instaurar a la energúmena ‘diosa’ razón. Pero la ‘diosa’ razón gritó, pasó, y continuó Notre-Dame.
Por todo ello y por mucho más, cuando el incendio de Notre-Dame, lo que muchos corazones sintieron no fue solo la posibilidad de desaparición de un gran edificio histórico, sino que el alma de Francia se condolía en extremo, o peor, que Dios podría estar permitiendo eso para anunciar el fin de aquello que hizo que Francia fuera Francia.
Pero ni siquiera la mera Francia: la desaparición de Notre-Dame sería la desaparición del símbolo más concentrado de aquel espíritu que generó la Edad Media, y por eso fue el mundo entero el que lloró y que sigue atento a las cuitas y avatares de Notre-Dame.
Porque a pesar de que se hable mal de la Edad Media, en el fondo de innúmeros corazones se sabe que fue esa la dulce época en que la luz del Evangelio gobernaba las naciones, y que esa luz produjo grandezas, generó maravillas, que hasta hoy resisten el embate de la calumnia y brillan con luz propia, maravillas como los muros aunque estén calcinados de la dulce, seria, materna y mimosa catedral de Notre-Dame.
Por Saúl Castiblanco
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