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Llegó la hora de una nueva civilización, el Reino de María

Redacción (Lunes, 23-12-2019, Gaudium Press) Es cierto, como se ha dicho en notas anteriores, que el hombre tiene una sed innata de maravilloso, de perfección, de Absoluto, porque tiene sed de Dios. Y en ese camino trazado por su tendencia hacia lo maravilloso, el hombre incluso pagano realizó obras monumentales, que la Historia y la Arqueología registran adecuadamente. Pero también es cierto que esos imperios paganos perecieron, terminaron ahogados por el pecado original y sus consecuencias, que destruyeron la civilización que se había forjado.

Sin embargo, en la plenitud de los tiempos llegó a la historia el Cristo, el Hijo de Dios, y con Él la Iglesia, y con su gracia fue posible ‘encadenar’ el pecado original, y dar libertad al ímpetu del hombre hacia Dios, hacia lo sublime, pero además llenar de savia sobrenatural ese instinto a la perfección. Y nació la Cristiandad, la Civilización Cristiana: fue la conversión del Imperio romano, fue Carlomagno, y después San Luis y la dulce y bella Francia, la inocente Germania, la señorial España, la mítica Edad Media.

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Con el auxilio de la gracia las criaturas no desviaban al hombre de Dios, sino que inspirado por Dios el hombre usaba de la criaturas para hacer cosas celestiales y subir hasta Él. Las criaturas -en el decir de Plinio Corrêa de Oliveira- fueron también escalones, que conducían «el alma grado por grado hasta esa belleza absoluta, hasta ese ápice que toca en último análisis en Dios», el Cuál es Aquello que las almas procuran, aunque a veces sin saberlo.

Desde la postración moral y material del bárbaro, ese bárbaro «en contacto con la Iglesia, que siempre estimula hacia arriba, todo el resto se fue arreglando», fue subiendo. De un rudo Clovis surgió una Beata Isabel de Francia; de los descendientes de Alarico nació San Fernando de Castilla; con los retoños de los vándalos se construyó el Sacro Imperio Romano Germánico, de la sangre vándala se hizo una María Teresa, o un pináculo de civilización llamada María Antonieta.

Pero el hombre tiene sed de orgullo y de pecado, decía Donoso Cortés. A la castidad posible por la gracia, a la humildad conquistada por los sacramentos, a la templanza obtenida con la oración, el hombre prefirió el orgullo y la sensualidad, según la mente de Plinio Corrêa de Oliveira en su magna obra «Revolución y Contra-Revolución». La castidad le pareció al hombre monótona, la humildad se le hizo aburrida y tonta, la templanza le supo a cárcel, y creyó que en dar rienda suelta a sus pasiones y a sus egoístas ínfulas de pseudo-grandeza, obtendría una felicidad que en la maravillosa civilización cristiana ya no encontraba, porque en algún momento no quiso seguir caminando a lo maravilloso, y a lo más maravilloso.

Y como alta fue la ascensión, brutal fue la caída. Y ahora nos encontramos al final del proceso de destrucción del legado cristiano, en una sociedad bárbara que tal vez los romanos decadentes despreciarían, que los del final Bizancio considerarían flaca, que los bárbaros tratarían de bárbara.

Pero esta es también la hora del hijo pródigo.

Porque al final, todo surge o se detiene en función de la fidelidad a la Iglesia. Y hoy, cuando el hombre llega desencantado a las últimas y negras consecuencias del ‘prohibido prohibir’, del orgullo y la sensualidad, es la hora de recordar con respeto la casa paterna.

Porque Dios puede sacar de piedras bárbaras otros hijos civilizados de Abrahán, porque es la gracia de Dios la que produce las maravillas.

Y aún hoy, cuando el hombre aún corre ya desilusionado detrás de la gula y sigue sin encontrar la felicidad, y detrás de la lujuria y ya sabe que tampoco allí la encuentra, ni detrás de la pereza, ni de la soberbia, aún hoy suenan las cristalinas campanas de la casa paterna, invitando al hombre a regresar a la bella casa. Una casa que por el hombre estar en medio de los excrementos de los cerdos tal vez se le presenta hoy con mayor belleza. Es la casa de lo maravilloso, de la perfección, del Dios Absoluto.

Lo que sirvió para los bárbaros, también sirve para los neo-bárbaros. Al final del proceso de decadencia, llegó la hora de construir una nueva civilización, sacral, austera, piadosa, casta, humilde, maravillosa, en contacto con la gracia de Dios.

Es la aurora del Reino de María.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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