Redacción (Martes, 04-04-2017, Gaudium Press) El confesor, que mucho conocía y admiraba a Catalina, no sabía qué pensar sobre lo que ésta decía en su última confesión.
Al principio, creía tratarse simplemente de una exageración de expresión, propio a la nacionalidad de ambos, pero la santa de Siena continuaba de modo serio:
– Es verdad, Padre. Puedo decir que estoy privada de mi corazón. El Señor me apareció, me abrió el pecho del lado izquierdo, y lo llevó consigo.
Intentó entonces el Padre disuadirla, diciendo ser imposible continuar viva sin tal órgano. Ella, sin embargo, retrucaba diciendo que para Dios nada es imposible, y que estaba convencida de no poseer más el corazón.
De hecho, tiempo antes, en un día en el cual la santa rezaba con gran fervor el salmo de David: «Oh mi Dios, cread en mi un corazón puro, y renovadme el espíritu de firmeza», (Sl 50, 12) le había aparecido el Divino Maestro, y, habiendo abierto el pecho de ella, le sacó el corazón. De ahí hacer tal afirmación con tanta certeza.
Y, así, vivió sin el órgano vital durante cierto tiempo.
Un día, sin embargo, estaba ella en la capilla de la Iglesia de los frailes predicadores, donde acostumbraban reunirse las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo. Terminada las oraciones, todas se retiraron. Catarina, con todo, se quedó solita rezando. Cuando ya iba salir, una fuerte luz la envolvió, y le apareció el Señor, teniendo en las manos un corazón humano resplandeciente. El Redentor se aproximó a ella, le abrió el pecho y dijo:
– Queridísima hija, como el otro día tomé tu corazón, te doy, pues, ahora el mío.
Catalina tomada de una gran alegría sentía en su interior las palabras de San Pablo: «Yo vivo, pero ya no soy yo; es Cristo que vive en mí» (Gl, 2, 20).
Y en su pecho quedó para siempre la cicatriz de la sublime herida. (1)
Por la Hna. Maria Teresa Ribeiro Matos, EP
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(1) Cf. UNDSET, Sigrid. Santa Catarina de Siena. Trad. Maria Helena Amoroso Lima Senise. Rio de Janeiro: Agir, 1956, p. 91.
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