Redacción (Martes, 10-12-2019, Gaudium Press) En estos tiempos de desequilibrios, de exageraciones fruto de desórdenes pasionales y que causan más desórdenes, es conveniente recordar que el universo de virtudes propugnadas por la Iglesia forman un maravilloso conjunto armónico, equilibrado, materno pero también fuerte. Algunas personas, o familias religiosas, estarán más llamadas a representar o practicar tal o cual virtud, pero siempre se debe tender hacia la visión de conjunto, pues es admirando el conjunto, que podremos contemplar mejor a Dios, fuente infinita de todas las virtudes.
Hablemos particularmente de la combatividad, de la pugnacidad y la misericordia.
La Iglesia en esta tierra ha sido definida desde tiempos inmemoriales como ‘Iglesia militante’, dando a entender que ella y el cristiano están en lucha, contra el mundo, demonio y carne. Pues por más que Dios no quiera la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Cfr. Ez 18), el Redentor no dejó de ratificar que nos encontramos inmersos en medio de la gran batalla entre el bien y el mal: «El que no está conmigo, está contra mí» (Mt 18, 30).
Analizaba un día el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira la paráfrasis de una carta de San Agustín, que se resume en la frase «Odia al pecado pero ama al pecador». Decía el Dr. Plinio que rectamente entendida, revela el caritativo deseo de atraer a todo pecador hacia la virtud, cumpliendo el deseo divino de que nadie se pierda.
Entretanto, malamente entendida, significaría que nunca es lícito rechazar a un pecador, pues el pecado como que sería ajeno a él, sería algo diferente de él. Algo que en realidad no existe, pues las ideas, virtudes o vicios no tienen vida propia a la manera platónica, sino que existen en seres concretos, llámense ángeles u hombres, y que el hombre en cuanto pecador debe ser rechazado.
Esto es particularmente cierto cuando la acción del hombre pecador no solo causa perjuicio a su propio ser sino a la comunidad, lo que es muy frecuente. En esa situación, un mal entendimiento del dictado ‘odiar al pecado, amar al pecador’ puede llevar a una inacción cobarde que conduzca a la destrucción de la comunidad, o a un gran perjuicio de la Iglesia. Por el contrario, buscando la primacía del bien común, en muchas ocasiones el pecador debe ser perseguido, castigado, execrado, expulsado, y esto con ánimo militante, combativo, decidido.
Vemos entonces, que la virtud de la caridad, o de la misericordia, no se contradice con la de la fortaleza: debemos querer que el pecador se convierta, debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para alcanzar esa conversión, principalmente rezar, pero cuando la acción del pecador amenaza el bien común, debe ser combatido, incluso aunque permanezca nuestro deseo caritativo de conversión.
El desequilibrio viene cuando se olvida que las virtudes conforman un conjunto armónico, ordenado: Es tan desequilibrado querer siempre castigar con coerción al pecador, cuanto nunca combatirlo cuando la necesidad del beneficio de la comunidad lo requiera.
Decía el Dr. Plinio que por ejemplo, anular justicia supuestamente en favor de la misericordia, o lo contrario, es crear un cíclope monstruoso: el rostro es adecuado con los dos ojos, como lo hizo Dios, no con uno solo.
Por Saúl Castiblanco
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