Redacción (Miércoles, 26-10-2016, Gaudium Press) San Antonio María Claret era un hombre de muy baja estatura y facciones poco agradables. Los últimos años de su vida -llevados en medio de una persecución azarosa de parte del liberalismo, exhibía una enorme cicatriz en la mejilla izquierda que para la época y el lugar donde le fue dado semejante navajazo hubiera podido ser mortal: Cuba, 1855. Sin antibióticos y en una parte de la cara que está muy irrigada, casi se desangra ardido de fiebre por la infección.
Tan pequeño y poco atractivo embelesaba multitudes donde quiera predicara. Fue autor prolífico de más de cien escritos completos entre libros y opúsculos de doctrina católica imbatible y maravillosa. Su No intransigente a las ideas políticas de la época le granjeó -como era de esperarse, la antipatía y el odio de los poderosos dueños de la prensa española y francesa que no solamente se dedicaron a difamarlo sino a promover bajo el paño varios de los atentados que sufrió. Esa cierta prensa que con su prestigio, todavía hoy intenta arrodillar la ortodoxia de la fe católica y con la que lamentablemente se intimidan tantos «católicos» por miedo a la persecución y al martirio.
El asunto era que una sola predicación misionera suya en cualquier lugar, bastaba para retrasar el proceso revolucionario liberal que el sectarismo impulsaba en España, camuflándose en una monarquía constitucional a cuya cabeza se encontraba una pobre mujer de regular reputación con la que los enemigos de la Cristiandad querían jugar, haciéndola pasar por una especie de Isabel Católica II que de ella solamente tenía el nombre esta hija tardía del malogrado Fernando VII. La Reina era atractiva y bien educada. A pesar de los panfletos asquerosos del hermano menor del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, un caricaturista liberal pornográfico inmundo, ella conservaba el prestigio de los Borbones que si no habían dado gobernantes virtuosos, al menos sí afanados defensores de la Hispanidad y de la fe del pueblo español, aunque fuera solamente por no perder prestigio e influencia sobre sus gobernados.
Como el sacerdote tenía conmocionada a España con su predicación, ejemplo y apostolado de la prensa, además de fundador e inspirador de órdenes religiosas, alguien movió las cuerdas para que fuera nombrado arzobispo de Santiago de Cuba y ponerlo al otro lado del atlántico. Nuestro aguerrido santo mismo reconoce en sus memorias la aprehensión y temor que este dignísimo nombramiento le trajo al corazón. Pero ante todo la obediencia, y se embarcó en la aventura espiritual más intensa de su vida.
Cuba era un hervidero de pasiones exaltadas, de liberalismo radical, monarquismo constitucional corrupto, republicanismo con tintes protestantes azuzado por Estados Unidos y otros «ismos» que ni el menudo pueblo de Dios entendía, bien antes de transformarse en sirviente del veraneo inmoral de ciertos inversionistas norteamericanos, lo que sirvió de pretexto para que Fidel Castro, el hijo de un rico hacendado, se tomara el poder con el beneplácito de los Estados Unidos e instaurara el régimen que todo el mundo ya conoce. Y aquí es que viene lo interesante: San Antonio María Claret lo había profetizado todo casi al pie de la letra por una revelación que tuvo de la Virgen de la Caridad del Cobre, (1) la patrona de la isla, antes de recibir allí el navajazo que casi le quita la vida, resultado de la persecución que la «aristocracia» cubana desató contra su propio arzobispo por el hecho de no tolerar esa inmoralidad en que ella vivía. Al partir de Cuba de regreso a España y con el barco zarpando, desde estribor y bien al estilo español, se quitó un zapato para sacudirse el polvo de aquella tierra, que harto le fue ingrata. (Mt 10,14)
Por Antonio Borda
(1). ACIPRENSA com.,1-VIII-06.
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