Redacción (Jueves, 19-09-2019, Gaudium Press) En la frontera con el estado de San Pablo, rodeado de verdes montes, se localiza el municipio minero de Claraval. Para quien, pasando por la carretera, avista por primera vez el aglomerado de casas simples habitadas por poco más de 4.500 almas, es difícil imaginar que la pequeña ciudad pueda proporcionar al visitante una sorpresa como aquella con la cual nos deparamos: un monasterio cisterciense, con su imponente iglesia neogótica.
Se trata de un convento de erección relativamente reciente: en 1969 veintitrés jóvenes iniciaron la vida comunitaria en el recién construido edificio, cuyos orígenes se remontan a dos décadas atrás, cuando cuatro monjes cistercienses provenientes de Italia llegaron a la región.
¿Qué habrán pensado ellos al contemplar el bello panorama, típicamente brasileño, donde pastajes salpicados de palmeras disputaban espacio con amplios cafetales? ¿Podrían imaginar aquellos religiosos europeos lo que habría de nacer en ese ambiente medio paulista y medio minero, en el cual se funden en una afectuosa amalgama Fe y cultura, tradición y futuro?
No lo sabemos. Algo, sin embargo, los llevó a instalarse allí y dar inicio a la construcción de un imponente monasterio. Para los pilares, hicieron tallar y transportar enormes bloques de piedra, algunos pesando tres toneladas, sin contar con ayuda de maquinaria apropiada. Los habitantes de la región fabricaron ladrillos y confeccionaron los elementos decorativos. De ese esfuerzo resultó el magnífico templo, de armonía y belleza
sorprendentes.
Mantener vivo el espíritu de la fundación
Amanecía cuando llegamos a Claraval. El sol nacía por atrás de las risueñas montañas de la Sierra de la Canastra mientras la campana de la abadía anunciaba la hora de la Santa Misa conventual, franqueada a todos cuantos de ella quisieran participar.
Al ingresar al sagrado recinto y ver los monjes sentados en el coro, recogidos en silenciosa oración, nuestra imaginación retrocedió al año 1098, cuando Roberto de Champagne fundó el primer monasterio cisterciense, deseoso de dar un paso adelante en el ideal de vida monástica propuesto por San Benito.
En efecto, ¿qué son 900 años cuando se busca mantener vivo el espíritu de la fundación? Ora et labora es el lema de la familia benedictina. La oración y el trabajo son las dos columnas en las cuales se basó la vida de los primeros discípulos del santo de Nursia y son también las que sustentan los cinco monasterios cistercienses masculinos y los tres femeninos que existen actualmente en Brasil.
Una forma sabia y eficaz de organizar la vida temporal
La historia medieval está cuajada de momentos donde a la sombra de una abadía benedictina florece toda una región. No es cosa de extrañar, pues de la mano de un auténtico religioso emana no solo el alimento espiritual, sino también una forma de organizar la vida temporal de acuerdo con criterios sabios y eficaces.
Algo semejante ocurrió al ser fundado en Claraval el Monasterio de Nuestra Señora del Divino Espíritu Santo. Se debe a la iniciativa de los monjes el primer hospital del municipio. Fueron ellos también quienes consiguieron llevar hasta allá la red eléctrica. Y hasta hoy habitantes de la región encuentran trabajo en los cafetales plantados por la comunidad, en la elaboración de dulces y licores artesanales, o en la panadería del convento.
¡Y qué delicia son los panes hechos por esos monjes! Bien pudimos comprobarlo, tomando el desayuno y almorzando con ellos, invitados por el Prior, según el espíritu de fraternal acogida peculiar de la Orden Cisterciense.
Como los dos arcos de una ojiva
Vale la pena, lector, detenerse por algunos momentos en las fotografías estampadas en estas páginas, contemplando la nobleza y la simplicidad que caracterizan la arquitectura del monasterio.
Aunque construido en pleno siglo XX, las columnas, las ventanas y los elementos decorativos del monasterio ostentan las características del gótico primigenio. Más todavía, buscan participar de una misma esencia arquitectónica y transmitir un mismo espíritu. En Claraval, como en los edificios cistercienses de la Edad Media, pobreza y grandeza se funden como los dos arcos de una ojiva, apuntando para el cielo.
Bajo la saludable influencia de ese ambiente, y con los ecos del cántico del Oficio Divino todavía resonando en nuestros corazones, no pudimos evitar una singular sensación: quien visita Claraval y allí se deja arrebatar por el carisma de la Orden del Císter, se tiene la impresión de que atrás de cada columna hay un monje rezando, y atrás de cada monje está su fundador.
Por Jorge Martínez
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