Redacción (Lunes, 02-05-2016, Gaudium Press) Se cuenta que, en el siglo XVIII, ingresó a la Orden de los dominicos un joven muy fervoroso, que en los fulgores de las gracias primaverales era constantemente asistido por su superior. Cualquier función que debiese desempeñar, o cualquier dificultad que encontrase, estaba allí su encargado para auxiliarlo o enseñarle los puntos de la regla.
Cierta vez, sin embargo, el superior entró en retiro, quedando el pobre novicio obligado a pasar un largo período sin la ayuda de su protector.
Pasados algunos días, las gracias iniciales que acostumbraban inundarlo comenzaron a ser raras, las pruebas y tentaciones comunes de la vida religiosa pasaron a visitarlo con más frecuencia. Atormentado y sin experiencia en el desconocido mundo espiritual, pensaba haber perdido la vocación, haber sido abandonado por la Providencia, o incluso haber cometido algún pecado grave… Entretanto, pedir auxilio al encargado le sería imposible hasta el término del retiro.
¿Qué hacer? ¿Cómo resolver tamaño impase?
Los días fueron corriendo, y llegó un momento en que el novicio ya no aguantaba más: decidió pedir un consejo al superior. Acabado el último acto en conjunto del día, el cántico del Salve Reina, se dirigió rápidamente a la celda del religioso y golpeó a la puerta, un tanto afligido. El superior sin embargo, sin siquiera abrir la puerta respondió:
– ¡Ahora no! Estoy ocupado!
¿Un encargado ocupado, durante un recogimiento? ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Se habría el joven equivocado, atribuyendo a su protector virtudes que en verdad no poseía? Su necesidad de un apoyo espiritual, sin embargo, era muy grande; optó por insistir una vez más: no desistiría fácilmente, y el superior se vio obligado a atenderlo. Abrió un poquito la puerta y, por una grieta, le preguntó qué deseaba.
– ¡Perdón, pero… preciso su ayuda! Estoy pasando por una dificultad así…
– No se preocupe – interrumpió el superior – Quiero que vea una cosa.
Abrió, entonces, por entero la puerta de su cela y el novicio no pudo creer lo que estaba viendo: innúmeros ángeles alrededor de la mesa donde trabajaba el superior. Este, notando la perplejidad del joven, le explicó:
– Estos son los Ángeles de la guarda de todos mis subalternos. Ellos me comunican las pruebas y necesidades espirituales de cada uno para que yo tome alguna providencia, les escriba una carta o los llame para una conversación y, así, los ayude en lo que sea preciso. Y no por acaso, está también aquí en medio de ellos, su Ángel de la guarda que acaba de narrarme las dificultades que le atormentan…
Delante de tan gran santidad de su superior y de un tan sublime milagro, se disipó en el alma del novicio toda y cualquier sombra de la prueba que le afligía, y él pudo, así, seguir su vocación religiosa, rezando a los santos Ángeles de la guarda siempre que las dificultades y dudas se le presentaban.
Vemos en ese bello hecho la importancia de la devoción a nuestros celestes Protectores que no dudan en auxiliarnos siempre, especialmente cuando invocamos su ayuda.
Por la Hermana Bruna Almeida Piva, EP
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