miércoles, 27 de noviembre de 2024
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Creando el museo "mitológico" de los recuerdos maravillosos

Redacción (Lunes, 06-04-2015, Gaudium Press) Hay momentos maravillosos en toda vida, junto a otros donde se nos hace patente que esto es un «valle de lágrimas». Se alternan unos y otros y ellos van templando el carácter del hombre, pero pueden tornarlo un escéptico en cuanto a la posibilidad de la maravilla cuando la decepción no se tonifica con la esperanza.

«En el cielo descansaremos», puede decir alguien con la mejor intención. Sin embargo, para muchos, el cielo es algo lejano, de pronto incierto.

Entretanto, hay instantes en que Dios ilumina nuestras almas, muchas veces a partir de elementos tangibles, dándonos un tipo de participación y felicidad de aquello que se vive en la gloria eterna.

Es por ejemplo la simple visión de un conejillo, que por su especial apariencia nos habla de inocencia, de candura, de la suave y cálida brisa con la que Dios se manifestó verdaderamente al profeta Elías.

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Puede ser al momento de contemplar el mar

O puede ser algo más excepcional, ese instante en que contemplamos una imponente catedral gótica, y tuvimos una clara conciencia de que esa era la casa de Dios, de que allí Dios habitaba y se hacía presente en el recogimiento, en la penumbra que favorece la interiorización, en el silencio que prepara la meditación. Y tal vez viendo una imagen del Crucificado, pungente arriba del altar, tuvimos una clara noción de nuestra miseria, y un movimiento de súplica se elevó al cielo a partir de un renovado corazón contrito y humillado.

O fue tal vez esa ocasión en que tocamos el azul y ancho mar, y nos regalamos con su grandeza, su imponencia y su acogida, en que sentimos como en carne viva la eternidad y atemporalidad del creador de los mares, su majestad y serenidad.

Pudo ser ese día que contemplamos con admiración aquel rostro que nos hablaba de virtud, de una vida que ya se había acercado muchísimo a Dios, y que reflejaba esa unión con Dios, unión que purifica, que limpia, que como el llanto de la Magdalena va trasformando la pus en gotas del más puro cristal.

O tal vez algo de eso pasó cuando contemplamos extasiados esa custodia magnífica, hecha de generoso oro y múltiples piedras preciosas variopintas, y por una particular gracia comprendimos que todas las riquezas de la tierra no son sino indigno marco a la grandeza de un Dios que se quedó habitando en medio de nosotros para fortalecernos día tras día.

Esos instantes y esos recuerdos pueden servir como brillantes piezas de un magnífico museo, el museo de nuestras leyendas, el museo de nuestra «mitología» personal.

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Creando el Castillo Dorado

Ese sería un museo para ser visitado con frecuencia. Un museo que cuidaríamos como tesoro muy preciado, porque no solo es natural sino también sobrenatural, en el sentido arriba indicado. Por ejemplo, unas preguntas de un cierto tipo de examen de conciencia podrían ser: ¿He ‘visitado’ mi museo de esos mensajes divinos? ¿He recorrido recientemente los pasadizos magníficos y dorados de esas bellas recordaciones? ¿He buscado seguir alimentando ese museo, parando de vez en cuando del corre-corre de la vida, para ver qué hay de reflejos de la divinidad en tantas cosas maravillosas que me rodean, en el magisterio?

Ese museo legendario es algo así como un «Castillo Dorado», en el cuál me puedo refugiar y restaurar de las heridas conseguidas en las batallas de la vida.

Es más: ¿No habría una forma de trabar las batallas cotidianas, pero desde este Castillo Dorado? ¿Sí, a veces sumergiéndose en el lodo del terreno donde nos es preciso combatir, pero sin abandonar en espíritu este palacio dorado? Creemos que sí. Creemos que los santos así lo eran.

Sería algo así como habitar en ese monte Carmelo del que hablaba San Juan de la Cruz, esa colina de perfección donde solo mora la honra y la gloria de Dios.

Por Saúl Castiblanco

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