Redacción (Lunes, 06-10-2014, Gaudium Press) Hay preguntas que afloran al espíritu de un modo cruel: ¿cuál es el relacionamiento que debe tener un profesional del área de la salud con sus pacientes? ¿El médico, el psicólogo o los enfermeros deben vivir el dolor de aquellos que pasan por sus cuidados? ¿El grado de implicación con el paciente debe ser de indiferencia o el médico acompaña el sufrir de su semejante?
Dra. Ane y Patrick, víctima del ébola |
La respuesta es difícil…
Para poder continuar ejerciendo una profesión ligada a la vida, a aquello que la criatura humana tiene de más precioso, muchas veces, el hombre debe tomar resoluciones duras en el campo emocional. Y ese drama la doctora Ane Bjøru Fjeld Sæter vivió recientemente.
Su testimonio fue estampado en el site del diario Dagbladet y muestra la lucha que ella tuvo que enfrentar delante de un enemigo invisible, poco conocido y que, en silencio, devasta de modo implacable y, sin piedad extermina vidas: el Ébola.
Ane es una psicóloga noruega. Ella optó por trabajar con Médicos Sin Fronteras (MSF) en áreas de riesgo y de difícil acción. Ya estuvo en un campo de refugiados en Sudán del Sur, después, más recientemente, fue a Sierra Leona y Liberia. Lugares castigados por esa enfermedad que hasta ahora permanece incontrolable.
Ane afirma que trabajar con las víctimas del ébola es una tarea altamente gratificante. Y eso, a pesar de ella sentirse como quien quiere acabar con un incendio, utilizando una pistola de agua. Ella, que estudió las reacciones del comportamiento humano, vivió una experiencia profunda en sí misma.
Ane afirma que no consigue hacer su trabajo sin, de alguna manera, envolverse emocionalmente con el universo que la circunda. La cuestión difícil es saber cómo hacer ese envolvimiento y mantenerse dentro de un equilibrio indispensable en la ayuda al prójimo.
Y la vida de Ane fue marcada, de forma indeleble, por una sonrisa de…, digamos así, un condenado a la muerte, el pequeño Patrick.
En su relato, la especialista explica que Liberia está dividida por una cerca de color naranja. Esa medida es de carácter sanitario, para proteger el avance de la epidemia.
Realizando su trabajo ella se dio cuenta que, del otro lado de la barrera, un niño le sonreía siempre que la veía. Se creó un relacionamiento.
El joven Patrick jugaba con compañeros mayores que él, tal vez por no darse cuenta de la muerte inminente o como una protesta de su ser, por sentirse tan joven para morir.
Y la psicóloga todos los días se colocaba a sí misma un angustioso problema: «Ane, no entregue su corazón a este niño que pronto no estará más entre los vivos. De aquí a una semana él ya habrá partido para siempre… ¿Cómo es que usted va hacer su trabajo cuando él se vaya? Usted no sabe con lo que está lidiando…»
Y en un cierto día la hora fatídica acabó por llegar:
Patrick, la sonrisa y el diploma de la vida |
La sonrisa del niño frágil, no estaba allá en el lugar habitual. La enfermedad se había agravado y el pequeño fue desengañado.
Ane se apuró, vistió su ropa de «astronauta» y se dirigió al lecho de Patrick.
Casi sin fuerzas, él esbozó una sonrisa y consiguió todavía balbucear algunas palabras: ¿»Usted me puede dar una bicicleta de regalo»?
Ane, entonces, buscó convencerlo de la seriedad de la enfermedad y, al día siguiente, le hizo otra visita. Viéndola, el niño preguntó luego por el regalo…
Sin saber cómo responder, Ane le dijo que se había olvidado.
Y aquellos labios infantiles replicaron con pensamientos de adultos:
«Es… Mujer es así, olvida. ¡Hombre nunca olvida!»
Algunos días después, la psicóloga percibió que el padre de Patrick, que acompañaba de cerca el calvario del hijo, estaba con el rostro cambiado. Estaba alegre.
Lo imposible había ocurrido. El frágil africano había vencido la enfermedad y estaba recuperado, a pesar de la pequeña mancha del lado de su ojo, secuela de la terrible enfermedad.
Patrick recibió, entonces, su primer diploma -un documento médico atestiguando su cura- y ahora, junto con su padre, estaba de nuevo del lado de la vida.
Por Lucas Miguel Lihue
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