miércoles, 27 de noviembre de 2024
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El Derecho a la verdad

Redacción (Lunes, 10-11-2014, Gaudium Press) «Tocar a bando» era un redoble grave de tambor, que se hacía oír en la plaza mayor y por las calles aledañas, convocando a la gente para escuchar la lectura de un comunicado. En los tiempos de Roma, se acostumbraba usar una trompeta con un timbre característico que indicaba tratarse de una noticia que iba a ser dada desde el Foro. La gente de los alrededores lo identificaba y acudía en seguida.

En el Templo de Jerusalén era un enorme cuerno de macho cabrío que sonaba casi como el berrido del propio animal. En esos tiempos enterarse, lo que se dice enterarse directamente, realmente eran pocos. A partir de ellos la noticia se esparcía boca-oído por el resto de la población.

¿Nos hemos explicado cómo era posible que se escucharan las prédicas de los profetas o las de Jesucristo, muchas veces ante multitudes de aquella época que podían llegar a 10 o 15 mil personas? Pero más que simplemente escuchar, la muchedumbre quedaba al tanto de lo que se había dicho en aquel momento. Lo cierto es que la gente se enteraba con veracidad y las tergiversaciones -aunque se dieran- no prosperaban. ¿Cómo era posible eso?

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Tambor de Santa Teresa

La comunicación humana tiene sus sigilos. Por ejemplo, cuando dos ejércitos se enfrentaban, las órdenes se comunicaban a través de banderas coloridas que se movían maravillosamente de una u otra forma para indicar una señal y con ella un mensaje, una orden corta o un aviso. Entonces sonaba una trompeta o redoblaba un tambor, y una especie de fluido eléctrico partía del punto, resonaba entre los más próximos y se irradiaba en seguida. No existían todavía los handies ni los walkie-talkie ni mucho menos los teléfonos móviles de hoy. Las batallas se daban y frecuentemente vencía no tanto el número sino algo más que la correcta coordinación, la información a tiempo y la rapidez de la ejecución de las órdenes: era la hora de entrar y cargar la caballería o que la infantería se replegara más.

¡Cuántas batallas ganó la Cristiandad perseguida, en inferioridad de número! La Historia registra esos hechos más como el resultado de una colaboración mental armónica que del número o de una precisa técnica de combate. En la antigüedad pagana los resultados los definía mucho más la masa numérica, por eso hace excepción histórica los famosos 300 espartanos en el paso de Termópilas o la disciplina militar romana enfrentando hordas.

La enseñanza de todo esto es verificar que algo más allá de una muy buena comunicación técnica estaba presente en la comunicación humana antes de los asombrosos inventos de hoy día. Pero ¿Qué era?

El Imperio Romano se hizo pedazos poco a poco irremediablemente como un cuerpo leproso, las redes de comunicación e información -sobre todo las de los comerciantes judíos- se paralizaban sin saberse bien por qué. Las incipientes pequeñas iglesias locales de la cristiandad conseguían mantenerse bien informadas a pesar de las distancias, las calumnias, las herejías y la persecución. Hay algo ahí que nos confirma una especial intervención sobrenatural, fundamentada en la fidelidad a la verdad que se imponía mansamente entre los que tenían fe amorosa en el que una vez dijo que Él era el camino la verdad y la vida. Fe amorosa que hacía de la Cristiandad como que un solo corazón.

No temamos suponer pues que había algo invisible, difícil de medir técnicamente en la mayoría de las colectividades. Una especie de sentir común basado en la confianza y en la verdad que hacía que la información confirmara o no la realidad de lo que se pensaba y se decía. Y estamos hablando de tiempos en que, por ejemplo, la seguridad era muy frágil y la desconfianza era lo más frecuente. Lo más seguro es que el octavo mandamiento de la Ley de Dios y lo trascendental del Verum era incuestionable en el conjunto de la opinión pública angelizada por esos mensajeros de Dios, porque se tenía certeza de que mentir es un pecado que lo «ofende a Él, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana» (CIC No.392). El derecho a que nos digan y enseñen la verdad, aunque no lo contemple hoy día la declaración universal de los derechos del ciudadano, es el fundamento de la sana convivencia humana.

Por Antonio Borda

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