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Nuestra Señora recibe a los Reyes Magos

Redacción (Martes, 07-01-2014, Gaudium Press) A continuación, el relato de Sor María de Agreda sobre cómo ocurrió la visita de los Reyes Magos al Niño Dios:

Después de la Circuncisión, San José propuso a María Santísima dejar la gruta por causa de la falta de conforto que el Niño Jesús y Ella misma sufrían. Ella respondió que estaba lista a hacer todo aquello que él ordenase y a seguirlo a todo lugar donde fuese. Pero San Miguel y San Gabriel, que servían visiblemente al Señor y a su Reina, dieron el siguiente aviso: Dios quiere que los reyes del Oriente adoren, ellos mismos, al Rey del Cielo, el Verbo encarnado. Hace diez días que ellos están en camino y ellos no demorarán en llegar, según las profecías que los habían anunciado.

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María Santísima preparó la gruta para recibir a los Reyes Magos. Deseando preservar del frío al Niño Jesús, Ella lo tenía siempre en sus brazos, ordenando a la intemperie que no incomodase a su Creador. A esta orden, los vientos, la lluvia y la nieve pararon a una distancia de cinco medidas de la gruta. San José y el Niño Jesús gozaban del calor de esta maravillosa acción de Nuestra Señora.

Frecuentemente, cuando Ella tenía al Niño Jesús en sus brazos, Ella se colocaba de rodillas para adorarlo y, si Ella tenía necesidad de sentarse, Ella le pedía permiso. De vez en cuando Ella besaba los pies pero, para besar el rostro, Ella solicitaba su consentimiento. La mayorías de las veces, el Niño Jesús se inclinaba sobre su Corazón o sobre sus hombros y envolvía su cuello con sus pequeños brazos. San José participaba también de las caricias infantiles de Jesús y sentía sus efectos sobrenaturales, pero no con tanta frecuencia como la Virgen Santísima.

Fue en estas dulzuras divinas que ellos esperaron la venida de los Magos, que debían este nombre a las ciencias que ellos poseían, y la más noble de ellas era sobre las Sagradas Escrituras del pueblo de Dios. Ellos venían originariamente de Persia, de Arabia y de Sabá. Poseían reinos vecinos y se comunicaban para transmitir sus virtudes y conocimientos. Un Ángel del pesebre, en sueños, les reveló con una gran claridad el nacimiento del Salvador y su obligación de ir a adorarlo.

Después del sueño, ellos se prosternaron y ofrecieron sus homenajes al Verbo Encarnado. Sin esperar, en el mismo día, ellos hicieron todos los preparativos del viaje y se cargaron de oro, incienso y mirra bajo una misteriosa inspiración.

Al mismo tiempo, el Ángel de Belén que les había sido enviado formó con una materia del aire una estrella muy brillante, si bien que no fuese tan grande como las estrellas del cielo. Llama luminosa durante la noche, ella no cesaba de ser percibida durante el día, a pesar del esplendor del Sol. Después de haberse comunicado su revelación y su designio, ellos persiguieron juntos su camino, glorificando a Dios.
Como la estrella desapareció en Jerusalén, ellos creían que el Mesías había nacido allí y se pusieron en alta voz a preguntar en qué lugar ellos lo encontrarían. Herodes se alarmó y consultó a los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, que le indican Belén, de acuerdo con las profecías de Miqueas.

Saliendo de Jerusalén, los Reyes vieron de nuevo la estrella, con extrema alegría. Ella los condujo a la gruta de la Natividad, sobre la cual ella paró. Después ella se abajó, disminuyó su tamaño, entró y se colocó sobre la cabeza del Niño Jesús, que ella cubrió con sus rayos. La Virgen Santísima estaba ornada de una modestia y de una belleza incomparables, como de una majestad sobrehumana, por lo que los rayos que salían de su rostro la transfiguraban. El esplendor del Divino Infante, que Ella tenía en sus brazos, era todavía mayor e irradiaba de su adorable Persona una tan dulce y tan agradable luz que la gruta se tornó un Paraíso.

Ellos se prosternaron delante del Niño Jesús y lo adoraron como el Salvador del mundo. Ellos fueron de nuevo iluminados por la gracia y vieron hasta incluso los Ángeles que estaban ordenados, con profundo respeto, en torno al Rey de los reyes. Después de haber rendido culto al Divino Infante, ellos felicitaron a la Madre y le testimoniaron su veneración, doblando las rodillas delante de Ella y pidiendo besar sus manos. Después de haberse prosternado de nuevo en una fervorosa adoración ante el niño Jesús, los Magos felicitaron a San José por ser el esposo de la Virgen Madre de Dios, y como su visita ya había transcurrido tres horas, ellos pidieron a la celeste Reina el permiso de ir a buscar un alojamiento en la ciudad.

Ellos enviaron provisiones a la Soberana del mundo, que los distribuyó a los pobres. Ellos consultaron a la Virgen sobre los misterios de la Fe, los deberes de su consciencia, el gobierno de sus Estados y le ofrecieron ricos regalos, que Ella rechazó graciosamente, pero, para consuelo, les dio algunos paños de Jesús. En fin, después de haber recibido la bendición de Jesús, de María y de José, ellos se despidieron dando el adiós con tanta ternura que parecía que sus corazones irían a romperse en suspiros y lágrimas. En el momento de salir de Belén, una estrella los condujo por otro camino hasta el lugar de donde ellos se habían encontrado. Ellos se tornaron apóstoles del Redentor y su celo encontró poderoso auxiliar en la reliquia que habían llevado y que habían colocado en un relicario de oro y de piedras preciosas. De este relicario salía un perfume tan penetrante que se sentía casi a una legua de distancia, pero solamente para aquellos que tenían Fe.

María y José dividieron en tres partes el regalo de los Reyes Magos: una parte fue destinada al templo de Jerusalén, otra parte del oro fue dado a los sacerdotes de la Circuncisión por su servicio y el de la sinagoga y la tercera parte del oro fue distribuida a los pobres.

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