Redacción (Sábado, 11-04-2019, Gaudium Press) Notre Dame emerge del fondo de la historia redoblando sus campanas, con su aguja envuelta en llamas. Tal vez sea el último llamado de una madre agonizante abandonada por los hijos más queridos de su corazón. ¿Atenderán ahora la voz que arrulló a la bella Francia en aquella cuna de la Cité donde flota hace más ochocientos años?
Sería imposible creer que aquellos parisinos raizales tan cultos y testigos de tanta historia, no solamente de su ciudad sino de toda la dulce Francia, se negaran a tenderle la mano a una buena madre ahora vieja y desvalida, desfigurada por las llamas. Al menos es de esperarse un acto de caridad y gratitud cristianas.
¿Quién se cree con autoridad moral para negarle que le curen sus heridas con amor filial? Acaso sean los Judas que prefieren ver esos euros prometidos por varios países -incluso Estados Unidos- convertidos en comida para llenar el estómago de algunos, dejando en la indigencia la cultura y la gloria de Dios.
¿Qué decir de un construcción en la que participaron eclesiásticos, nobles, burgueses y artesanos del pueblo, cada quien aportando con fe algo de su patrimonio o de su fuerza de trabajo, durante siglos, agregando al paso de cada uno de ellos nuevos y mejores elementos a la obra?
Lo natural es que vuelva a verse hermosa y rejuvenecida, radiante y robusta otra vez, acogiendo entre sus naves no solamente turistas curiosos a veces ignorantes sino a todo el pueblo parisino en la misa diaria y en la dominical. Que la prensa laica tan indiferente con la gloria de Dios, al menos se preocupe por el monumento y convoque a las gentes a rendirle un homenaje y un consuelo filial. Esto no sería pedirle mucho a un pueblo que ha atravesado la historia de la cultura Occidental posicionado en su fina punta, cargado de gestos nobles, hazañas y epopeyas que la humanidad no puede olvidar. Francia es la hija primogénita de la cristiandad, lo dice todo mundo, y sería incompresible que esta nación providencial rebaje el talante con que Dios la dotó.
Cientos de miles de católicos, especialmente de las Américas, esperan confiados que la cultura francesa demuestre con la mayor naturalidad de siempre, una vez más, su refinada sensibilidad para con la grandeza y lo trascendental.
Es de elevarle una oración a Nuestra Señora para que todos esos obreros, constructores, funcionarios públicos y empresarios que van a ponerle el hombro a la reconstrucción, lo hagan con verdadero amor y dedicación piadosa, tal como lo hicieron sus antepasados labrando la piedra, tallando la madera y ensamblando parte a parte la estructura de un merecido lugar de culto a la virginal madre del verdadero Dios.
¡Qué maravilloso será estar en Paris y volver a escuchar el redoblar del campanario de Notre Dame! Realmente no es cualquier cosa en la vida de una persona poder decir que alguna vez oyó aquellas campanas tañer un ángelus o un llamado a la celebración Eucarística. Un resonar de notas que nos prepara de alguna forma para escuchar la música angélica celestial de la Eternidad que nos convida allá, si mantenemos la fe y la bondad del evangelio de Nuestro Señor Jesucristo en nuestros corazones.
El llamado está hecho. Ahora acudamos con fe esperanza y caridad. ¡Dios lo quiere! No permita Él que esa luz maravillosa de la cultura Occidental Cristiana, se apague o se transforme en una yerta estructura muda y quieta, visitada por curiosos o eruditos, sino que otra vez vuelva a ser el sitio de llegada de grandes romerías y peregrinaciones piadosas de los que todavía agradecemos la Redención de Cristo y la evangelización de la Iglesia.
Por Antonio Borda
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