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La correspondencia de Santa Clara de Asís: Pobreza y elevación de espíritu

Redacción (Lunes, 06-05-2013, Gaudium Press) No hay documento más revelador de la personalidad humana, con sus virtudes y vicios, que la carta personal, género casi olvidado en estos tiempos de tiranía informática. Por la carta, sobre todo si escrita a mano, se puede analizar con seguridad el interior de quien escribe. La elección del papel, el bolígrafo, el color de la tinta, de los innúmeros detalles que distraídamente el autor elige, hasta y principalmente la caligrafía y el lenguaje son elementos que indican las filigranas del pensamiento.

Así, es con empeño que biógrafos y hagiógrafos se explayan sobre esos preciosos documentos que les manifiestan, con riqueza de detalles y mucha seguridad, trazos del alma de grandes personajes.

Las Cartas de Santa Clara

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Santa Clara de Asís

Se torna por eso de interés la lectura y contemplación de las cartas de Santa Clara. Como es sabido, dentro de gran humildad y obediencia, ella siguió, con fidelidad completa y creciente relieve, las orientaciones de su Padre espiritual, San Francisco, y la gracia de Dios favoreció la obra que esa santa realizó bajo orientación del Santo.

En el año de 1234 atravesó Europa una noticia consoladora: una mujer de sangre real, la princesa Inés de Praga, decidió tomar hábito entre las hijas de Santa Clara, abandonando las riquezas que le proporcionaba su sangre real. Erigido un monasterio, reunidas las vocaciones, la santa discípula del Poverello le manda todas las orientaciones para que viviese dentro de la nueva regla.

Ciertamente esa orientación exigió, además del envío de un grupo de religiosas formadas directamente por la fundadora, un carteo voluminoso, por el cual la santa buscaba transmitir el espíritu de la seráfica Orden, más que las simples constituciones.

Una clave mística

Sus cartas son testigos de un trato celestial y, por su elevación, parecen haber sido escritas en un estado de espíritu muy superior, tal vez después de alguna gran gracia mística, o quizá, fuese esa la clave corriente en que la santa vivía. La manera noble, poética, elegante, y, sobre todo admirativa y caritativa que Santa Clara usa para dirigirse a su discípula, bien muestra la rectitud de su alma, el trato lleno de respeto y ternura por los que le son sumisos, y, en el lenguaje, al lado de un despojamiento sin pretensiones, un espíritu cultivado, habituado a la consideración de las verdades eternas.

Más allá del estilo literario ceremonioso usado en esos felices tiempos en que «la filosofía del Evangelio gobernaba los estados», revelador de una mentalidad que veía en cada ser humano un reflejo único de las cualidades divinas, se deben considerar la dignidad real de esta futura santa canonizada, Santa Inés de Praga, y, principalmente, sus virtudes, que la tornaban merecedora de los elogios que le hace su fundadora.

Juzgue el lector por sí mismo las bellísimas palabras de Santa Clara, en las cuales trasparece no apenas su humildad, sino también su alma admirativa y poética. Y diga después si, al leerlas, no sintió el perfume de la santidad de esos antiguos tiempos.

Así inicia ella su primera misiva: «A la venerable y santa virgen, señora Inés, hija del excelentísimo y muy ilustre rey de Bohemia, Clara, sierva indigna e inútil de Jesucristo y de las señoras clausuradas de San Damián, su súbdita y sierva en todo, se recomienda con mucha reverencia, deseando, sobre todo, que consiga la gloria de la felicidad eterna.»

El lenguaje, invadido de humildad y pureza, al mismo tiempo en que respeta la condición de princesa, le hace volver los ojos para los títulos eternos que debe desear.

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Representación de Santa Inés de Praga

Al terminar la carta, dice: «Os suplico, por último, en nombre del Señor, tanto cuanto puedo, que os acordéis en vuestras oraciones de esta vuestra sierva, aunque indigna, y de las restantes hermanas que conmigo viven en este monasterio. Que, con vuestra ayuda, merezcamos las misericordias de Jesucristo, y en unión con vosotros seamos dignas de gozar la eterna contemplación. Saludos en el Señor. Orad por mí.»

Dos años después le escribe nuevamente y así se expresa: «A la hija del Rey de los reyes, a la sierva del Señor de los señores, a la muy digna esposa de Cristo y noble reina Inés, Clara, inútil e indigna sierva del Señor de los señores, votos de salud y perseverancia en la altísima pobreza.»

Un convivio epistolar que preludia el convivio en el cielo

Es admirable la manera sutil como Santa Clara resalta a la hija del Rey de la Bohemia su condición de hija del Rey de los reyes, título más elevado que cualquier otro, y llamándola de «noble reina» ciertamente la hace recordar de su unión espiritual con Nuestro Señor Jesucristo, el Rey del Universo. La idea de manifestarle «votos de salud y perseverancia en la altísima pobreza» hace relucir a los ojos de su hija espiritual, entre tantas otras virtudes, la del desapego de los bienes terrenos y total falta de pretensión de espíritu. Esa carta sigue toda repasada de angelicales consejos para que las hermanas perseveren en la práctica de la santa pobreza, que constituye su carisma.

Otros dos años habían pasado cuando Santa Inés recibió de la fundadora otra carta, en cuyo inicio se lee: «A la hermana Inés, venerable señora en Cristo, la más querida entre todas, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ya hermana y esposa del Rey de los Cielos. Clara, indigna y humilde sierva de Cristo desea alegría salvadora en el autor de la salvación y de todo el bien digno de ser deseado.»

Y finalmente, en 1253, pocos meses antes de fallecer, Santa Clara así se dirige a su hija espiritual: «A aquella que es la mitad de mi alma y ataúd singular de mi afección, a la ilustre reina y señora Inés, esposa del Rey eterno, su madre queridísima e hija entre todas preferida, Clara, indigna sierva de Cristo e inútil servidora de las siervas que viven en el monasterio de San Damián, desea salud y la ventura de poder cantar con las demás vírgenes el cántico nuevo delante del trono de Dios y del Cordero y de seguir al Cordero para donde quiera que vaya.»

Presintiendo su fin, así se expresa Santa Clara a Santa Inés: «Teniéndote presente en mi corazón, de una manera muy especial, como la más querida de todas. ¿Qué más decir? Que haga silencio el lenguaje de la carne y dé lugar al del espíritu acerca de mi afección por ti, hija bendita. El lenguaje de los sentidos solo muy imperfectamente puede manifestar el amor que siento por ti. Sé, pues, benevolente y acepta con humildad esta expresión de afección maternal. Todos los días pienso en ti y en tus hijas, a las cuales me recomiendo, juntamente con mis hermanas. De la misma manera a mis hijas y especialmente la virgen prudentísima Inés, mi hermana, se recomiendan tanto cuanto pueden a ti y a tus hijas en Cristo.»

***

La consideración de esas cartas nos llena de consolación y nos hace desear una convivencia semejante entre todos nuestros hermanos de fe. Y ese relacionamiento desbordante de caridad fraterna, en esta tierra, ya es parte de «todo el bien digno de ser deseado». La diversidad de caracteres y la imaginación humana, asistida por la gracia, han de encontrar expresiones de afecto y de amor mutuo entre los hermanos cuando sus ojos interiores estuvieren dirigidos a lo sobrenatural, tal cual nos da ejemplo la gran Santa Clara. Cada uno manifestará la vida de Dios en sus almas y su eco divino repercutirá entre todos, fortaleciéndolos en el combate y tornándolos reconocibles como discípulos de Jesús.

Por Elizabeth Kiran

 

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