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Tres aspectos del banquete pascual

Redacción (Jueves, 14-02-2013, Gaudium Press) El Banquete Eucarístico es, al mismo tiempo, Banquete de Sacrificio y Convivencia, Banquete de Acción de Gracias y Banquete de la Nueva Alianza.

La idea del banquete nos remite a la convivencia estrecha, familiar y amiga de una mesa igualmente llena de dulces y caridad fraterna, propiamente un ágape.

Es en la mesa donde las amistades se consolidan, rinden gracias por beneficios recibidos, se decreta la paz, se sellan concordatos, se decide el destino de pueblos o simplemente se solidifica la unión familiar. No raros acontecimientos sagrados se actualizan de alguna forma por el recuerdo vivo de la fiesta que se celebra. En el Antiguo y el Nuevo Testamento se encuentran conmovedores pasajes en este sentido. Recuérdese a Jetro, que deseando agradecer al defensor de sus hijas y rebaños, invita al anónimo bienhechor para «que coma alguna cosa» (Ex 2,20), refección que unió y comprometió, pues Moisés aceptó y se quedó en la casa, casándose con la hija del pastor de Madiã. (Ex 2,21).

¿Abraham no ofreció a los tres misteriosos mensajeros un repasto con perfume sacrificial, pan para restaurarles las fuerzas? (Gn 18, 3-5) Y ellos comieron. Otra vez es un mensajero celeste que viene al auxilio del fatigado e ígneo profeta del Carmelo, Elías, el cual recupera sus fuerzas después de comer un pan angelical sub cineribus. (II Rs 19,6). Ángeles comiendo alimentos humanos, hombres comiendo alimentos angélicos. ¿Qué une naturalezas tan diversas? El alimento.

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En otro pasaje, encontramos la costumbre anual en que familiares y vecinos se juntan a extranjeros, suspenden temporariamente distancias, peleas o desacuerdos, para comer juntos amargas hierbas, celebrando los dolores pasados, panes ázimos (sin levadura), para recordar aquellos cuya prisa de la fuga no les dio tiempo para fermentar; y el suave cordero, memorial del pasaje (pascua) de la esclavitud a la libertad. Cena ritual que recuerda el pasado, edifica el presente y lanza al futuro la esperanza de tiempos mejores (Ex. 12).

Y cuando faltó alimento, un delicado pan cae de lo alto (Ex. 16) para alimentar murmuradores […] con sabores tan variados que podían contentar a todos los caprichos de los hijos ingratos: omne delectamentum in se habentem – «conteniendo en sí todas las delicias y adaptándose a todos los gustos» (Sb 16, 20).

La Eucaristía, sin dejar de ser sacrificio, es también banquete sacrificial «Cena y cruz, Mesa y altar. Altar que es mesa. Mesa que es altar». (SARAIVA MARTINS, 2005, p. 233). Por eso el Angélico doctor nos enseña que Cristo entregó a la Iglesia, su esposa, la memoria de su muerte bajo la forma de banquete: «tertio consideratur effectus huius sacramenti ex modo quo traditur hoc sacramentum, quod traditur per modum cibus et potus». (Suma III q. 79 a. 1 ad resp).

Por eso, cumpliendo los antiguos ritos establecidos por Moisés, cerca del primer día de los ázimos, los discípulos preguntaron a Nuestro Señor dónde deberían hacer los preparativos para comer la Pascua. (Mt 26,17). Aquella sería una Pascua diferente de las otras, el sacrificio de la Cruz se tornaría presente mediante dos alimentos simples y cotidianos. Nada más íntimo entre amigos que comer juntos en la misma mesa; nada más simple que aquellos dos alimentos: pan de trigo y vino de uva; sobre todo, nada más conmovedor que el afecto de Cristo: «he deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua» (Lc 22,15).

El Señor Jesús, que quiso quedarse presente en las señales del pan y el vino, también invitó a los discípulos diciendo: «Tomad y comed, tomad y bebed». Fue en la previsión de ese sublime momento que Él dijo desear ardientemente comer esa Pascua con sus discípulos (Cf. Lc. 22,15).

La gratitud es tal vez la más frágil de las virtudes. San Lucas, al narrar la cura de diez leprosos, recuerda que apenas uno retornó para agradecer. Si es verdad que los Evangelios no registran ninguna queja de Nuestro Señor por todo cuanto pasó en esta tierra, entretanto, delante de la ingratitud chillante, sus labios divinos dejan entrever una suave censura: «¿Dónde están los otros nueve? ¿No se encontró sino ese extranjero que volviese para agradecer a Dios?» (Lc 17,17-18). Jesús conocía bien esa debilidad humana.

En sentido opuesto, invitado Levi para el discipulado, la gratitud se hizo sentir inmediata y con amplitud. Abandonando todo, «le dio un gran banquete en su casa» (Lc 5,29), él quiso marcar con aquella refección, su cambio de vida, la gratitud por el llamado de Jesús.

También el Divino Maestro, tomando los panes, «rindió gracias» y los distribuyó milagrosamente multiplicados. (Jo 6,11), y cuando próximo de ser entregado por los hombres, tomando el cáliz, «dio gracias» (Lc 22,17).

Así se expresa eminente teólogo dominicano: «el sacrificio del altar es sacrificio eucarístico por antonomasia, porque es el mismo Cristo quien se inmola por nosotros y ofrece a su Eterno Padre un sacrificio de acción de gracias que iguala, y hasta supera, los beneficios inmensos que de Él hemos recibido.» (ROYO MARIN, 1994, p. 176-177).

«Per ipsum, et cum ipso et in ipso»: es todo el orden creado que da alabanza, honor y gloria al Padre. Juan Pablo II, en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, recuerda que «el Hijo de Dios, se hizo hombre para, en un supremo acto de alabanza, devolver toda la creación a Aquel que la hizo surgir de la nada» (EE 8), siendo en verdad este el «Mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo salido de las manos de Dios creador vuelve a él redimido por Cristo».

La Teología, inclusive la ciencia moderna, asumió los valores de la tipología bíblica (tipo V = figura), por donde todo el Antiguo Testamento debe ser visto en su perspectiva futura, como nos explica San Pablo a propósito de los ejemplos de los castigos sufridos por Israel (1 Cor, 10,6 e 11; cf. PIOLANTE, 1983, p. 52).

Es en esa perspectiva que debemos comprender la Alianza establecida entre Dios y el Pueblo de Israel, cuya principal fiesta era la Pascua, la inmolación del cordero, la fiesta de los ázimos, las hierbas amargas… «Vieron a Dios, después comieron y bebieron» (Ex 24,11).

El término berith, de origen hebraico, significa un pacto establecido entre dos personas, sancionado por un juramento ritual. Al inicio consistía en el intercambio de sangre entre las dos partes contrayentes, significando «comunión de vida y de intereses». Con el tiempo ese sacrificio fue substituido por memoriales erigidos para formalizar el acuerdo. (Cf. PIOLANTE, 1983, p. 61).

Las dos partes contrayentes en la Antigua Alianza eran Dios y del otro lado las doce tribus de Israel. En el Sacrifico ritual, Dios era representado por el Altar y el Pueblo por las doce piedras que se colocaban en derredor del mismo.

Ahora, cuando el Señor Jesús celebró la Pascua con sus apóstoles, eran ellos las doce piedras fundamentales del nuevo Pueblo, y Él, el altar y la víctima, el pan ofrecido y el cordero que sería inmolado de modo cruento en el Calvario. Se dice Nueva Alianza porque, en la última cena, Cristo, al decir: «esta es mi sangre de la nueva alianza», abrogó la alianza del Sinaí establecida entre Dios y Moisés: «he aquí la sangre de la alianza, que el Señor concluyó con vosotros». (Ex 24).

En la Misa, el sacerdote, al consagrar el cáliz, «anuncia el sacrificio redentor de Cristo y renueva la alianza sellada con su sangre». (SARAIVA MARTINS, 2005, p. 248), a imagen de lo que se hacía en la antigua alianza, cuando se conmemoraba, todos los años, la cena del cordero pascual, sacrificado y comido por los hebreos en banquete. Completa el ilustre Cardenal:

La Eucaristía es vista también en esta óptica, que es esencial para tener una idea exacta de su verdadera naturaleza. En ella no solo Cristo se inmola sacramentalmente y el pueblo cristiano da gracias por el inefable don de la salvación, sino, más allá de eso, es renovada la nueva y eterna alianza instituida en la última cena.

Por: P. Alex Barbosa de Brito, EP

 

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