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Impresiones de un misionero

Redacción (Viernes, 15-06-2012, Gaudium Press) En este mes que se celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, me vino a la memoria la introducción del libro de Tomas de Saint Laurent titulado «El libro de la Confianza»; «Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia, que resonáis en el fondo de nuestro corazón, palabras de dulzura y de paz. A nuestras miserias presentes repetís el consejo que el Maestro daba frecuentemente durante su vida mortal: «¡Confianza, confianza!»»

2585_M_f9a240bc.jpgY sí. Esa voz misteriosa nos habla constantemente, pero por las propias circunstancias de nuestra agitada vida nos olvidamos de escucharla, dejando nuestros espíritus y nuestros corazones, amargos y agitados, en sentido contrario a esa voz misteriosa.

Recordando esta frase del Libro de la Confianza, mi espíritu se remontaba a más de una década atrás, trayendo a mi memora una Misión en una parroquia de un populoso barrio de Bogotá, donde la Imagen de la Virgen de Fátima hacía su peregrinación.

Las gentes se agolpaban, se apretujaban después de la Misa, queriendo de alguna manera tocar un pedacito del cielo en la figura de la Madre de Dios, representada por esta imagen peregrina. Todos tenían algo a pedir, algo a agradecer.

Yo, desde un rincón de la iglesia, observaba esa voz de la gracia trabajando, y me preguntaba cómo esa gracia actuaba. El futuro me daría la respuesta.

En cierto momento llega a mí una señora, bañada en lágrimas, pidiendo a este misionero un consejo que lograra apaciguar su espíritu y llenar con una luz de esperanza su corazón atribulado. Ella me contaba que su hijo de 15 años había caído en la droga, y que su corazón de madre no podía soportar ver el desastre que este vicio horroroso había hecho en él.

¿Qué consejo dar?

¿Qué consejo podría darle? ¿Qué decir en un momento así?

Confieso que mi corazón sintió un apretón horrible, pues no sabía que decir. Lo único que me vino a los labios fueron estas palabras: ¡Confianza, confianza!, ponga todo en las manos de Jesús, Él no soporta un corazón atribulado y dolorido, que implora su ayuda, sobre todo el de una madre. Siempre está a su lado para ayudarla.

La señora pareció tranquilizarse con mis pobres palabras, y salió de la Iglesia.

Pero si ella se tranquilizó yo quedé profundamente preocupado, pues confieso que, tal vez por una visión naturalista, no podía entender como ella había salido calma con palabras tan pobres de mi parte.

Pasó un año, y la escena se mantenía en mi espíritu.

Transcurrido este periodo teníamos otra misión con la Imagen peregrina de la Virgen de Fátima, en otro barrio populoso de Bogotá.
Las escenas de fervor y entusiasmo de la gente se repetían como normalmente sucede en estas misiones.

Pero cuál no fue mi sorpresa, cuando en medio de la gente encuentro a aquella señora que el año anterior me había buscado, sólo que esta vez, con una fisionomía enteramente alegre y tranquila.

Me saludó con entusiasmo preguntándome si me recordaba de ella. !Cómo no la iba a recordar, si su caso me había marcado bastante!
Me llamó la atención la alegría y la paz de su semblante, y le dije que por su fisionomía me hacía creer que el problema de su hijo se había solucionado.

Ella, con toda calma me dijo que no, que su hijo seguía luchando con el problema sin mucho éxito.

Entonces, le dije sorprendido, «¿de dónde sale esa fisionomía calma, tan distinta de la que había visto un año antes?»

Y allí fue la lección de confianza que recibí.

Esta fisionomía, decía ella, era por el consejo que recibió un año antes, pues encontró la paz en el propio corazón de Jesús.

¿En el corazón de Jesús? – pregunté intrigado. Si, dijo ella, Él me concedió una consolación tal, que el problema se deshizo en mi interior.

Ella comenzó a relatarme como fue ese encuentro con ese Corazón tan especial, que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco correspondido.

Me contó que después que salió de la iglesia aquella vez, fue pidiendo a Jesús con insistencia, que le ayudase en el drama que estaba pasando, y así pasó el día entero. En la noche, antes de dormir, rezó y pidió una vez más y a los pocos fue llegando la paz a su alma y adormeció.

Durante el sueño, vió delante de si una gran escalera que subía hacia el infinito, y ella escuchaba una voz que le decía: «¡sube, sube!». Ella empezó a subir, pero el cansancio vino pronto y el ascenso se hizo cada vez más difícil. La voz continuaba a animarla «¡sube, sube!».

Ella, intrigada, miró al final de la escalera intentando descubrir quién podría ser el que la llamaba con tanta insistencia y se deparó con la propia figura de Jesús, como la del Sagrado Corazón, que con voz fuerte y semblante apacible, la convidaba a seguir subiendo hasta Él.

14433_M_658b13ef.jpgElla intentó una vez más, pero las fuerzas le faltaban y gritó con voz fuerte, «¡Señor, no tengo fuerzas, ayúdame!», y en ese momento vio como que el brazo de Jesús se alargaba desde donde estaba y la atraía con fuerza hacia si diciéndole: «¡Hija mía, porque dudas tanto, yo estoy siempre a tu lado para ayudarte!», y en ese momento el sueño se deshizo.

A partir de ese momento la señora se sintió enteramente protegida y consolada, pues percibió que Jesús la llevaba en Su propio corazón.

Lo que más me impresionó de todo el relato, era la fisionomía de completa calma de la señora. Ella contaba el hecho como quién relata una historia común, con una naturalidad única.

La felicité por ese regalo sobrenatural que había recibido y le dí palabras de ánimo incentivándola a nunca dudar de ese contacto sobrenatural que tanto bien le había hecho.

Mientras la señora se alejaba, en mi interior se dibujaba esa enorme lección de confianza de un alma que supo entregar sus penas con fe en el Corazón de Jesús y salió atendida en su confianza.

La verdad es que sin visión sobrenatural es difícil creer en un hecho así, pero también es verdad, que en un mundo como el nuestro sólo con espíritu de fe conseguimos enfrentar el día a día. La seguridad está en que Dios no abandona a su pueblo, y, en un mundo como el actual diseñado para vivir sin Dios, aquellos que lo buscan nunca serán defraudados.

Por Roberto Torres

 

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