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El martirio en vida de Santa Bernadette de Soubirous

Bogotá (Jueves, 09-02-2012, Gaudium Press) Pierre Claudel dice en su libro «El Misterio de Lourdes» (1), que santa Bernardita ha sido el mayor milagro de toda la historia de las apariciones en aquella pequeña ciudad del sur de Francia. Quizá la que más usó del agua de la fuente que a tantos estaba curando desde que brotó, y precisamente a la que menos le sirvió. Su enfermedad avanzó implacablemente día a día hasta que la consumió dolorosamente a los 34 años de edad cumplidos.

Santa_Bernardette_Soubirous.jpgMenudita y simple, no era el paradigma de los católicos franceses del siglo XIX para ser distinguida con una visión de la Virgen en dieciocho ocasiones. Ni por su apariencia física, ni por su extracción social, la enjuta jovencita de 14 años que aparentaba 11 no correspondía a lo que la generalidad de la clase culta católica de Francia podía pensar acerca de una revelación del cielo en su país y a una representante de la nación hija primogénita de la Iglesia. Si esto pensaban los católicos, bien se entiende lo que pensaban los cultos liberales, descreídos y pedantes que siempre trataron de ridiculizar el milagro especialmente poniendo en la picota pública a la humilde niña que la Virgen distinguió con esta promesa: «No te prometo dicha en esta vida pero sí en la otra».

Émile Zola se ensañó contra ella de manera asombrosa. Resulta un escándalo pensar que un escritor de tal prestigio la enfilara tan radicalmente contra la campesinita a la que él en sus escritos convirtió en una histérica y farsante producto de la miseria y el fanatismo religioso. Y a Bernardita no la defendió -de ese lisonjeado de la literatura francesa que se jugó su fama intelectual por Dreyfus- absolutamente nadie, ni el propio alto clero de la época que estaba medio desconcertado por el misterioso e inesperado desenlace de la aparición de La Salette apenas diez años atrás. Pero lo más sorprendente fue el comportamiento de las aristocráticas Damas de la Caridad de Nevers, aquella reconocida comunidad religiosa del convento de saint Gildard que contaba entre sus profesas solamente mujeres de buena condición social y para las cuales la presencia de Santa Bernardita fue una pesada carga impuesta por la autoridad eclesiástica, dice Claudel. Solamente la verificación «in situ» de su cuerpecito totalmente incorrupto el día de su primera exhumación 30 años después de enterrada, les despejó definitivamente toda duda sobre su santidad ya que su ejemplo de vida no les era suficiente.

Después le siguieron dos exhumaciones más y se conservaba intacta.

2.jpgBien engañados también estuvieron por mucho tiempo quienes creyeron que la niña de extracción social paupérrima pasó a vegetar en un convento sumamente confortable y de bellos jardines, con buena dieta alimenticia -como nunca la tuvo en el apestado Cachot de su natal Lourdes- y con la amistosa admiración de todas sus compañeras de claustro. La verdad es que esos trece años fueron para Bernardita un viacrucis que solamente se descubre con la respuesta aquella que ella le dio al Padre Febvre capellán del convento cuando aplicándole la santa extremaunción le decía piadosamente que ofreciera ya a Dios el sacrifico de su vida y a lo que la santa joven-niña, mujer de 34 años que parecía de 20 aunque arrasada por la enfermedad le respondió moribunda y tranquila desde el ardor feroz de la fiebre que la consumía: «No padre, no es ningún sacrificio para mí dejar esta miserable vida». Era que sus hermanas de comunidad no le toleraban ningún error porque se suponía que era «la santa» a la que se le apareció la Virgen.

Una tremenda tuberculosis ósea, gangrenó sin compasión a la sencilla vidente que nunca se contradijo y siempre tuvo hasta el final vivaces y ocurrentes respuestas que sorprendían a quienes le hacían inteligentes preguntas capciosas, como solamente lo consiguen algunos franceses. Por haber visto a la Virgen y recibir de ella la gracia que recibió, se explica esa fe inquebrantable, su abnegada entrega a la voluntad de Dios, su obediencia incondicional, pese a que le dijeran que lo único que sabía hacer en el convento era estar a toda hora enferma, aunque supo hacer cumplida y jovialmente su oficio de sacristana e incluso de enfermera, antes de caer definitivamente abatida por su terrible dolencia.

Por Antonio Borda

(1)Pierre Claudel, «El misterio de Lourdes», Ed. Juventud, Barcelona, 1958.

 

 

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