Bogotá (Lunes, 02-01-2012, Gaudium Press) En el siglo XII, sin que se sepa exactamente la fecha, en una abadía de Inglaterra a la orilla del mar, un monje que solía pasear por la playa acantilada, fría y casi siempre brumosa, entabló una extraña relación de amistad con una criatura que para el «monstruario» medieval popular bien podía estar más próxima del mal que del bien: una morsa macho adulto de largos colmillos, apenas medio conocida en aquellos tiempos en esos lugares.
Foto: Apo Lakay |
La primera vez que la avistó -dice algún relato- no lo asustó pues él era inglés de nacimiento, hijo de pescadores de las tierras altas próximas a Escocia y conocía ese tipo de criatura nada peligrosa si no se le acosa o molesta. La morsa estaba desterrada de su manada y marcada por cicatrices e incluso algunas heridas recientes que se estaba curando sola. La primera vez que lo vio venir ni se inmutó y el religioso la pudo contemplar de cerca. Le impresionó los dos largos colmillos fuertes, sanos y brillantes en perfecto estado. Se trataba de dos piezas bellísimas y apreciables que cualquier cazador furtivo de las costas acantiladas no vacilaría en intentar arrancárselas al animal sabiendo que este primero se haría matar. El buen monje al principio realmente no se interesó nada en ellas sino en apreciar un poco más de cerca toda la estética del cuajado animal marino que frecuentemente era cazado para extraerle el marfil de sus colmillos, su grasa, su piel, su carne y sus huesos. Era de esos animales que los hombres del norte de Europa, por necesidad habían aprendido a aprovechar en su totalidad. Hasta de las visceras las mujeres hacían sopas y embutidos. También de sus largos y rígidos bigotes blancos se hacían agujas para ensartar y remendar.
El monje fue acostumbrando al animal a su presencia inofensiva y a poco bien comenzó a llevarle pescados crudos que sobraban en la cocina del monasterio. El animal ya no desconfiaba del pacífico paseante de las playas acantiladas frías y brumosas. Se hicieron amigos.
Y el joven fraile de desconocido nombre ¿lustraba algunas veces con la orla de la manga de su raído hábito los bellos colmillos del animal que ya ni se inmutaba? Un buen día tal vez este se volteó panza arriba y dejó que el monje viera bien más de cerca el valor de aquellas dos piezas. Eran una maravilla de la creación, ciertamente Dios se había complacido haciéndoselas como lo había hecho en otros tantos de sus animales. Entonces le vino una idea nada común: tallaría algo en ellos.
Así que al próximo encuentro el monje le apareció con un delicado estilete y una pequeña piedra de afilar. El resto de la historia fue un largo período del tiempo que no está registrado en ninguna parte y no sabemos cuánto duró porque la separación de Inglaterra de la Iglesia embolató algunos documentos de monasterios que fueron perseguidos y abandonados. Paciencia cristiana y domesticada mansedumbre hicieron una enigmática obra de arte que hoy reposa en el pabellón de los Tesoros Medievales de «Los Claustros» del Museo Metropolitano de Nueva York (MET).
La Cruz de los Claustros
Se trata de una específica cruz de altar para la misa en marfil de morsa de casi 58 cms. de alta por 37 de envergadura, datada allí simplemente como del siglo XII en la que aparece un resumen del antiguo y nuevo testamento en varias figuras primorosamente talladas más con aplicación artística angélica que humana. Sorprende incluso que haya minúsculas leyendas en pergaminos desplegados, diminutas figuras de profetas con expresión en el rostro de alegría, indignación e incluso pavor que hay que ver con lupa. Todo está entrelazado de manera minuciosa en torno al «árbol de la vida» y aparece Cristo crucificado recibiendo un lancetazo por parte de una mujer de ojos vendados que puede ser la antigua Sinagoga. Por esta figura y la terrible profecía tallada de Is 63,1-6 expertos deducen que la cruz es de «increpación». Probablemente hoy día ni con Laser se conseguiría hacer una obra como esta.
Pieza única del arte medieval en uno de los mayores museos del mundo, cuyo rescate por parte de este fue una aventura que incluyó en los años setenta el trabajo de un hombre con dones especiales, para discernir la autenticidad cuando se supo que estaba en manos de un no muy santo negociante «discreto» de obras de arte. Pieza única porque fue el trabajo artesanal de toda una vida de un hombre en estado de gracia en los tiempos de Fe. Cargada de leyenda y realismo histórico, la cruz desafortunadamente está incompleta pues le hace falta uno de los remates que es precisamente la base y en la cual se presume hay una representación interpretativa del por qué más profundo de la separación entre cristianismo y judaísmo, que probablemente alude algo a San Pablo y a los misteriosos Esenios.
¿Murió viejo el macho morsa y le retiraron los colmillos? ¿Se los quitaron antes? ¿Fue un tiempo mascota del monasterio como el lobo de Gubbio? ¿Se fue un día mar adentro en busca de su manada y se llevó ese tesoro? ¿Cómo fue rescatado entonces posteriormente? Qué lindos interrogantes cargados de luz áurea y legendaria -auténticamente medieval- lo que hace simplemente invaluable esa misteriosa cruz única sobre la faz de la tierra. Por eso precisamente es que reposa en una vitrina del salón de los Tesoros Medievales del MET en Manhattan emanando una fuerza innegable bajo la más estricta seguridad.
Por Antonio Borda
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