Redacción (Viernes, 23-03-2018, Gaudium Press) De todos los símbolos relacionados con la Pasión de Cristo Nuestro Señor, la Corona de Espinas es el que más significado tiene aparte de la Santa Cruz. La columna de la flagelación, el látigo, el cetro de caña seca, los clavos, la lanza, el tablón del INRI y otros que la Virgen María, los Apóstoles y algunos discípulos guardaron, son reliquias de una gran significación conmovedora, pero a la Corona de Espinas solamente la cruz podría superarla en veneración y aprecio.
Ella fue la que inspiró en 1241 a San Luis IX rey de Francia construirle un enorme relicario en la Ile de la Cité sobre el río Sena donde nació Paris, y que hoy conocemos como la Saint Chapelle, una de las más bellas expresiones -sino la más bella, de la arquitectura gótica. Guardarla en esa capilla real como un precioso tesoro de la cristiandad, fue la idea más maravillosa y sublime que se le haya podido ocurrir a un gobernante, que quizá no intuía la apostasía de sus descendientes y de su propio pueblo siglos más tarde. Aquel solo hecho hacía de Francia la nación monárquica por excelencia, y es muy simbólico que la guardiana de esa corona fuera precisamente la que diera el primer golpe mortal definitivo contra la monarquía en Europa, para instaurar un sangriento republicanismo que todavía hoy no ha solucionado los problemas políticos de esa nación.
También fue la Corona de Espinas la que sugirió a Godofredo de Bouillon, aquella frase inolvidable cuando le propusieron coronarse rey de Jerusalén tras haberla recuperado de los mahometanos: «No quisiera llevar corona de oro donde mi rey la llevó de espinas». Por eso cuando finalmente los reyes latinos de aquel pequeño reino franco de oriente próximo, resolvieron usar corona, la mandaron hacer en oro imitando una de espinas.
La Corona de Espinas definitivamente es el símbolo de nuestro rey. Donde quiera veamos una representada, inmediatamente la relacionaremos con aquel momento histórico en que a una vulgar soldadesca de baja estofa, se le ocurrió hacer una parodia blasfema de coronación y ajustársela violentamente en la cabeza a Nuestro Señor, Rey de Reyes, Señor de Señores. ¡Qué lejos estaban ellos de imaginar que aquel infame gesto de odio y mofa, inspiraría en los siglos venideros hermosas obras de invaluable maestría pictórica, sinfonías, esculturas y otras maravillas del arte y la literatura!
En el tercer misterio doloroso del santo rosario que Nuestra Señora le enseñó a Santo Domingo de Guzmán, contemplamos esa dolorosa escena que se acompaña con un padrenuestro, diez avemarías y un gloria. Tampoco en esto alcanzaron a pensar judíos y romanos ofendiendo a Dios hecho hombre. Siglos y siglos repetimos y consideramos aquel momento humillante y doloroso para un hombre, judío de buena estirpe, santo varón que nada le debía nadie y pasó por este mundo solamente haciendo el bien.
Aquella generación hoy hecha polvo, y de los que de algunos apenas se recuerdan sus nombres para execrarlos, cantó victoria sin saber que estaba siendo espantosamente derrotada, y para siempre. Colgando de un madero, horriblemente flagelado, empapado en su propia sangre y con su cabeza coronada de espinas, triunfó y se hizo rey hasta el fin del mundo Jesucristo Dios hecho hombre entre nosotros.
De San Luis IX se dice que la recibió a la entrada de la amurallada París de aquel entonces, descalzo y en traje de penitente. La llevó en almohadón de terciopelo azul de Francia tachonado de flores de lis de oro por la calles de la ciudad, en una procesión que conmovió en lágrimas al pueblo, para depositarla provisionalmente en la propia capilla de san Nicolás de su palacio, mientras mandaba a levantar aquel relicario gótico de cristal, piedras, esmaltes coloridos y mármol para alojar el símbolo de lo que es un gobierno auténtico: aquel que está dispuesto al sacrificio completo por el bien de su nación. Es imposible que un acontecimiento tal, no haya tenido una repercusión trascendental en el Reino de los Cielos, y hoy, recogido a los esplendores del Padre Eterno -como alguna vez dijera el Prof. Plinio Correa de Oliveira, no esté esperando el día en que regresará a la memoria colectiva de la cristiandad entera, con el triple de la fuerza del entusiasmo amoroso y agradecido con que fue recibida y llevada aquellos tiempos de fe de la santa Edad Media, que el liberalismo tanto ha calumniado, escupido y ultrajado como si fuera al propio Jesús Nuestro Señor.
Por Antonio Borda
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