lunes, 25 de noviembre de 2024
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Nada de grande se hace de repente: Los orígenes de los Templarios

Redacción (Viernes, 20-04-2018, Gaudium Press) Los Templarios… Más de siete siglos después de la extinción de la primera orden de caballería, y solo su nombre sigue suscitando un ramillete de diversos y fuertes sentimientos, generados en gran parte por la literatura -fantasiosa o apegada a la realidad, contraria o favorable- o por los diversos filmes -comúnmente calumniosos- que sobre ellos han tratado. Algo de grande o mucho de grande deben haber tenido estos monjes-soldados, para que tanto tiempo después de su existencia la humanidad se siga ocupando de ellos.

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¿Cómo nació la Orden de los «pobres soldados de Jesucristo», más conocidos como los «caballeros templarios»?

«Nada de grande se produce de repente», decía Epicteto, «ya que ni siquiera un grano de uva se hace así. Si me dices ahora que quieres un higo, he de responderte que requiere tiempo: ha de salir la flor, luego el fruto, madurar y recogerse…».

Tras el surgimiento de Mahoma, el progreso del Islam fue una gigantesca tromba.

Solo la victoria del abuelo de Carlomagno en la batalla de Poitiers (732) logra frenar un tanto en Occidente el progreso de los musulmanes, que entonces ya habían dejado atrás de los Pirineos una España que casi era de ellos. Después de Poitiers, los sarracenos lograron establecer una base en la costa provenzal francesa, en Fraxentum, y en el 846 los musulmanes arrasaron con Ostia, que servía de puerto a Roma y habían saqueado los alrededores de la Ciudad Eterna. Entretanto, la Europa Occidental se fue fortaleciendo en su carácter cristiano, y en la propia España se iniciaba un movimiento de reacción a la invasión musulmana que concluiría con la conquista de Granada.

Pero en Oriente, otra era la historia. Ya en el año 638, Jerusalén se rendía a los ejércitos del Islam árabe, que en un principio trataba a los cristianos con benevolencia. Entretanto, ya a mediados del S. VII el califa al-Mutawakkil obligaba a los seguidores de Jesús a atarse cintas de lana ciñendo la cabeza en una medida que presagiaba lo que después se dio. Y aunque también durante mucho tiempo los crecientes peregrinos cristianos pudieron visitar Tierra Santa con relativa tranquilidad, esto con el tiempo se fue volviendo cada vez más restrictivo y peligroso, lo que movió a Urbano II -junto con la seria amenaza a la existencia del imperio bizantino por los turcos selyúcidas- a predicar la cruzada, la cual termina por conquistar Jerusalén y crear cuatro pequeños estados cristianos diferentes, el reino de Jerusalén, los principados de Trípoli y Antioquía y el condado de Edesa.

Entre los primeros cruzados, y en el séquito del Conde Hugo de Champagne, había llegado a Tierra Santa el digno Caballero Hugo de Payns. Este, junto con Godofredo de Saint-Omer, propuso al rey de Jerusalén y al Patriarca «la creación de una orden caballeros que, siguiendo la regla de una comunidad religiosa, se dedicarían a la protección de los peregrinos. La regla que tenían en mente era la de Agustín de Hipona, seguida por los canónigos de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén» (1). Nada de grande se hace de repente. Los templarios no hubieran existido, si en el seno de la Iglesia no se hubiera destilado la vida monástica.

«La propuesta de Hugo fue aprobada por el rey y por el patriarca; y el día de Navidad de 1119, en la iglesia del Santo Sepulcro, Hugo de Payns y otros ocho caballeros -entre ellos Godofredo de Saint-Omer, Archambaud de Saint-Aignan, Payen de Montdidier, Geoffrey Bissot, y un caballero llamado Rossal o posiblemente Roland- hicieron ante el Patriarca [de Jerusalén] los votos de pobreza, castidad y obediencia. Se llamaron a sí mismos `Los pobres soldados de Jesucristo’, y al principio no usaron ningún hábito distintivo, sino que mantuvieron la vestimenta de su profesión secular. Para proveerles de un ingreso suficiente, el patriarca y el rey les concedieron una serie de beneficios. El rey Balduino II les proporcionó además un lugar donde vivir en el palacio que se había convertido ahora en la ex mezquita de al-Aqsa, en la ladera sur del Monte del Templo, conocido por los cruzados como el Templum Salomonis, el Templo de Salomón. Por esa razón se los llamó» (2) los Templarios.

Poco después de constituida la orden, el propio Conde Hugo de Champagne, desencantado de las vanidades de este mundo, ingresa a los pobres soldados de Jesucristo.

Por la misma época brillaba con luz fulgurante como la principal figura de la cristiandad San Bernardo de Claraval. Su tío, Andrés de Montbard, también se había unido a la incipiente comunidad de los Templarios, y muy seguramente por él y por su amigo ya templario el Conde Hugo de Champagne, sabía con detalle de la vida de la nueva orden. Instado por los Templarios a redactar la regla de vida de su comunidad, Bernardo la estipula y esta es aprobada -inicialmente con setenta y tres cláusulas- por el Concilio de Troyes, reunido a instancias del Papa. Tras el Concilio el crecimiento del Temple fue extraordinario.

Nada de grande se hace de repente: «De las setenta y tres cláusulas de esta regla aprobada por el concilio de Troyes para los caballeros del Templo, unas treinta están basadas en la regla de Benito de Nursia» (3). Vimos arriba la influencia de San Agustín y de su regla de vida en el tipo de vida de los templarios. Ahora contemplamos la influencia de San Benito, matizada con la espiritualidad propia de una rama de los benedictinos, la de los cistercienses a los que pertenecía el gran San Bernardo.

Entonces, reglas de vida de varios cientos de años; historia de posesión musulmana de Tierra Santa de varios cientos de años; un tipo humano del caballero secular cristiano que, tras muchos años de maduración, ya se había creado en la Europa del S. XII; todos esos ingredientes se conjugan con la necesidad de seguridad, y sobre ellos se posa una gracia para la formación de la orden de caballería mítica, que aún conserva su mito y sigue inspirando mitos.

Por Saúl Castiblanco

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1) Read, Piers Paul. Los Templarios – Monjes y Guerreros. Ediciones B. Barcelona. 2010. p. 138
2) Ibídem. pp. 138-139
3) Ibídem. p. 158

 

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