miércoles, 27 de noviembre de 2024
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Una madre terrenal hecha a semejanza de una Madre Celestial

Bogotá, (Jueves 08-05-2014, Gaudium Press) Ya son 97 años de ser testigos de su inimaginable belleza, de su enorme y grandioso corazón, de su refugio y del camino de luz que lleva dentro de sí. Ella no tiene nombre terrenal. Ella no puede ser comparada con nadie. Ella prevalece ante cualquier adversidad; la Santísima Virgen de Fátima, aquel ser celestial que se apareció en seis ocasiones a tres pequeños, Lucía, Francisco y Jacinta.

Su nombre es santo. Su belleza traspasa los límites de la imaginación humana. Su corona la hace ver como una reina. Su rostro denota ternura y amor puro; es la madre de todos. Hay quienes la llaman «mamita linda» o «mamita preciosa», otros le dicen «madre de bondad» o «reina celestial» y una infinidad de seudónimos; lo que es cierto, es que solo es una, es sola ella y será por los siglos de los siglos.

Su entrañable adoración y su maravillosa mirada nos lleva a un mundo majestuoso, un mundo soñador y a una realidad jamás vista, esa realidad de la que muchos no queremos salir, una realidad presidida de maravillas incansables de admirar.

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Santísima Virgen de Fátima, primera aparición: 13 de mayo de 1917 / Foto: Luis M. Varela  

Ya son demasiados años desde aquel 13 de mayo de 1917 cuando Ella se apareció por primera vez, y desde ahí recordamos la lucidez y la transparencia con la que entonces se desenvolvió en un mundo terrenal, aun no perteneciendo a él. Muchos quisieran poder tenerla siempre a su lado, poderla abrazar, decirle lo mucho que la aman y lo felices que son estando junto a ella; pero en realidad el mundo es tan malvado y extraño que al final el gusto puede ser de pocos. Sin embargo, ella nos ha enviado a un ser hecho a su semejanza, una mujer tan pura y valiosa como lo llegó a ser la Santísima Virgen.

No podemos olvidar que la Madre Celestial desde un lugar lejano o tal vez cercano nos mira con compasión, y nos saca de agujeros casi negros que se suelen formar. Mientras esto sucede, tenemos a esa persona enviada, a ese ser terrenal que con luz encendida nos espera con los brazos abiertos ante cualquier adversidad.

Su nombre puede ser María, Blanca, Mercedes o como quiera que sea, pero nosotros la llamamos «Mamá», anhelamos con orgullo verla cantar y gozar, deseamos infinidad de Bendiciones sobre ellas; las merecen todas. Es una madre terrenal enviada por una madre celestial, una semejanza hecha una sola persona.

A ella sí que la podemos palpar, abrazar y recordarle cada día lo mucho que la amamos; a nuestra Madre celestial también. Si tocamos el fondo de nuestro corazón y profesamos nuestra fe tal y como ella nos enseñó desde el primer día lo podemos lograr.

Desde muy pequeños nos enseñaron a respetar a ambos seres, a tener una confianza enorme y siempre a llevarlas a nuestro lado a donde quiera que vayamos. No siempre las podemos tener con nosotros de forma palpable como un «amuleto de buena suerte». Pero lo que sí es cierto es que cuando necesitamos algo y el mundo entero nos da la espalda, ellas están ahí.

Un ‘Dios te Salve María’, es suficiente para entrar en conversación íntima con nuestra Madre Celestial, la Santísima Virgen. El amor de una madre por sus hijos es tan enorme… lo mismo sucede con nuestra madre terrenal y Madre Celestial.

Sus corazones son tan blandos que ante una lágrima de sus hijos casi que se destruyen, pero su valentía las hace grandes y son ellas quienes nos impulsan a seguir luchando. Una Madre terrenal siempre enseña a su hijo a orar y a tener paciencia; éstas al parecer son las claves para conseguir lo que queremos. Con ayuda de las dos posiblemente se podrá.

Las palabras se entrelazan para lograr descifrar como por arte de magia la grandeza de estos dos seres, pero al final, las palabras no podrán decir y expresar la Bendición que tenemos al tenerlas a ellas.

 

Guadalupe Beltran/Gaudium Press

 

 

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