Bogotá (Viernes, 19-10-2012, Gaudium Press) Ya en el Génesis el propio Dios enseña a los hombres a recorrer el sublime camino de la admiración. Nos dice el versículo 31 de la Biblia que el Eterno al contemplar su obra, que no era sino un mero y pequeño reflejo de su Ser Divino, «vio que todo cuanto había hecho era muy bueno». Dios admiró su propia obra, y en ella -como no podía dejar de ser- se amó y se admiró a sí mismo. Pero lo hizo en esta ocasión a través de las maravillas de la Creación.
A ejemplo de Dios, Lucifer debía recorrer el camino de la admiración de la Creación para llegar al Absoluto. Es cierto, él -que era Ángel de Luz- era la joya más perfecta de esa corona, pero él no era toda la corona, y sobre todo, la corona era la corona del Altísimo.
Lucifer debía haber amado a Dios en los querubines y en los demás serafines, en los montes y en los valles, en las aguas del mar y en los cielos azules o estrellados, Luzbel debió haber contemplado de forma constante y desinteresada a Dios en todo el Orden de la Creación. Y sobre todo, Lucifer debió haber amado a Dios en las obras primas del Verbo Encarnado y de María Santísima, que afirman muchos teólogos le fueron anunciadas. Pero algo terrible, muy terrible, ocurrió: sus ojos se volvieron una y otra vez -y después de forma constante y exclusiva- a su propia belleza, sin remitirla a Dios, despreciando las otras bellezas, hasta que en determinado momento Lucifer quiso que solo en el mundo existiese él. En ese instante, quiso ser como Dios. Y por ello fue vencido en batalla por San Miguel, quien gritó justamente «¿Quién como Dios?», pues él ya se había tornado el campeón de la admiración.
Cuantas veces nosotros hemos recorrido el camino de Lucifer, despreciando a Dios presente en sus maravillas, viviendo solo para nosotros, para nuestros intereses, para nuestros caprichos, para nuestros egoísmos, como se dice hoy, para nuestro «yo».
Gracias a Dios, merced a su compasión y a la consideración con la que el Eterno mira nuestra debilidad, sobre nosotros no ha caído la sentencia terrible que sí se dictaminó contra el Ángel caído. Pero no nos engañemos: si no salimos del camino del egoísmo, de la no admiración -que lleva al no amor a Dios-, nuestro destino estará definitivamente sellado, y será el crujir y el rechinar de dientes.
Por el contrario, quien transita por la senda dorada de la Admiración, ya vive en esta tierra un paraíso.
Es lo que ocurre con los niños, a quienes Jesús puso como modelo para poder entrar al Reino de los Cielos. Un niño se alegra sobremanera y de forma profunda con una simple mariposa (no, no tiene que ser un macaón, o una bella morfo gigante azul), puede ser una de esa amarillitas danzarinas que revoletean de planta en planta y difícilmente se dejan capturar. Una niña es capaz de encantarse con un sencillo muñeco de tela, lo viste, lo cuida, crea una historia de cuento de hadas con él. Plastilina en sus manos es materia prima para reinos encantados.
Castillo de Neuschwanstein |
Es la admiración de un alma de niño santa como la de San Francisco, que se encantaba con el hermano sol y la hermana luna; es el encanto de ese humilde Fraile pobre con sus lindos paisajes de Umbría, o incluso con el feroz y dañino hermano lobo, que él -con su bondad admirativa- trasformó en dócil y paciente can, querido por todos aquellos que habían sido sus víctimas.
Es la admiración -y no la envidia- que debemos todos sentir cuando contemplamos un castillo de fábula, de esos que están sembrados en Europa por cualquier rincón. Uno como por ejemplo ese de Neuschwanstein, que al alma sedienta de Paraíso reporta a un mundo de caballerosidad, de señorío, de hidalguía, de elevación, de elegancia, en fin, de reflejos del Absoluto, así como será el cielo empíreo, ese cielo material del que nos hablan los teólogos.
Cuantas cosas para admirar en este mundo, para salir de nuestro egoísmo amargado y envilecedor.
Cuantas cosas para admirar por ejemplo en los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios. Incluso en aquellos que no son modelo a seguir, pero en los que no dejan de reflejarse los atributos divinos. Hasta el propio Cristo elogió la astucia de los hijos de las tinieblas, la astucia del administrador derrochador que estaba siendo despedido por su amo, pero que actuó con picardía en medio de su decadencia.
Ambiente interior, en el castillo de Neuschwanstein |
Admirar sobre todo al Hombre-Dios, modelo de todos los hombres, modelo de amor, de entrega, de sacrificio, de dulzura, de radicalidad, de todo, modelo para que los hombres, de una manera palpable, pudiésemos admirar la Grandeza de Dios.
Y con la admiración, vendrá nuestra propia trasformación en aquello que admiramos, el alma se va ensanchando, engrandeciendo. Por eso y en sentido contrario, quien no admira, quien se cierra, se va tornando pequeño, oscuro, siniestro…
Por Saúl Castiblanco
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